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Full text of "Larrosa De Ansaldo Lola Los Esposos"

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^ÍToÍá Sarrosa de Ansaldo 

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LOS ESPOSOS 



(NOVELA HISTÓRICA) 




BUENOS AIRES' 



Imprenta de obras, de J. A. Berra, Bolívar 455 

1893 



él (a «espetada atñota 



ofl Zanweta Sota de 



ana^ona 



Al pensar en la elección de madrina para mi nuevo 
hijo literario , me he jijado en la distinguida persona 
de V. Porgue, siendo modelo de virtudes , ninguna más 
digna para honrar con su nombre , las humildes pági- 
nas de mi libro , consagradas á tributar ferviente culto 
á las bellezas morales de la mujer. 

Perdóneme si ofendo su modestia. 

Pero , al rendir homenagc á sus relevantes prendas, 
interpreto fielmente, no solo el juicio de la alta socie- 
dad á que V. pertenece y que con orgullo la cuenta 
en su seno, si que también el sentimiento de todos , que 
ven en V. la personificación de los grandes méritos, 
que dignifican y elevan á la mujer. 

Mirando , pues, con ojos cariñosos mi pobre ofrenda, 
habrá V. correspondido á la admiración y simpatía 
que le profesa 



La autora . 




AGRADECIMIENTO A MIS LECTORES 



Quiero en estas lineas espresar mi más ardiente 
reconocimiento á vosotros, lectores, mis amigos 
cariñoso?, los que, con mano generosa y frase 
alentadora, habeisme prestado vuestro valioso con- 
curso, no desoyendo mis ruegos, desde que la 
suerte airada quiso entristecer el cielo de mi hogar. 

Como mujei, mi pecho os ha consagrado un 
culto. 

Como novelista quiera el cielo que algún 

d a sepa yo corresponder á los beneficios de que 
os soy deudora! 

LfOl.A LfARROSA AtíSAljDO. 



Buenos Aires, 1893. 




DOS PALABRAS SOBRELA AUTORA 



Lola Larrosa de Ansaldo desciende en línea 
recta del campeón ilustre de la independencia, ge- 
neral D. Julián Laguna. Hija de padres cultísimos, 
tuvo la fortuna de que sus progenitores estimu- 
laran su vocación decidida y entusiasta por el cul- 
tivo de las bellas letras, y á la temprana edad 
de dieciocho años comenzó á revelar su claro ta- 
lento en diversos ensayos felices. 

Creemos que los más salientes rasgos biográfi- 
cos de la señora Larrosa de Ansaldo serán la 
transcripción de algunos juicios que sus libros 
han sugerido á la culta prensa, que es el tribunal 
que sabe juzgar al verdadero talento. 

Dice La Prensa de 1878 : — Ecos del corazón . — 
Hemos leído con gusto los diferentes artículos 
que la señorita Lola Larrosa ha reunido en esa 
ob ita. 

Todos ellos revisten un carácter especial de ter- 
nura y tienen un sello de marcado talento; los 
pensamientos más. bellos se desarrollan en una 




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LOLA LARROSA DE ANSALDO 



fraseología elegante y correcta, sirviendo de tema 
tópicos de sana mora!, que nutren la inteligencia 
de 1a juventud, inculcando en estas los sentimien- 
tos y las ideas más puras. 

La señorita de Larrosa ha hecho bien en dedicar 
á las jóvenes íus primeras elucubraciones litera- 
rias. El tema diverso que en ellos estudia magis- 
tralmente, ha llenado el objeto que se propon a 
en la dedicatoria de « Ecos del Corazón ». 

La Libertad de 1882: — Las Obras de Misericordia. 
Con este título acaba de publicar la señorita Lola 
Larrosa ui a obra muy exlensa y encantadora, que 
tendrá de seguro numerosos lectores. Los princi- 
pios cristianos le sirven de fundamenlo. En loda 
ella se respira el ambiente perfumado de las f run- 
des aspiraciones que levantan el corazón del Gé- 
nero humano. Llevo de piólogo una carta de 
Carlos Guido y Spano, que es una obra maestra 
de merecida galantería. Hay en « Las Obras de Mi- 
sericordia» páginas delicadísimas, acontecimientos 
simpáticos, desarrollados con galana pluma, he- 
chos al manejo de nuestro idioma y de nuestras 
costumbres. Redimir al esclavo por ejemplo, nos 
lia conmovido profundamente: ¡Cuánta sencillez, 
cuánta delicadeza! Esos páginas solo puede escri- 
birlos una mujer. La pluma describe y el corazón 
habla, lo cual hace de eso y de las demás pro- 
ducciones, cuadros que forman un todo armonioso, 
una obra á la cual es imposible negar paternidad. 
Sólo una mujer puede haberlas escrito. Sólo la 
naturaleza ha reservado para el sentimiento y la 
inteligencia femenina ese don de presentar auna- 
dos los rayos de oro y los reflejos de luna. Núes- 




LOS ESfOSOS 



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tras orillas encantadas y las celestiales que baña 
el rio Uruguay— cuna de la señorita de Larrosa — 
son el teatro de las conmovedoras escenas. 

Una mujer que escribe, siempre goza de nuestras 
simpatías. Hay por lo meno3 allí el coraje sufi- 
ciente para afrontar las creencias de una sociedad 
que piensa que sólo la aguja debe ser el objetivo 
de la mujer. Cuando esa mujer que escribe es 
casi una niña y entra con pió firme y con obra de 
tanto aliento en el inmenso campo de la novelo, se 
hace acreedora á las simpatías del público y al 
aplauso espontáneo de los inteligentes. 

La Nación de 1888: ¡Hija mía! Tal es el titulo 
de la última novela que acaba de producir la dis- 
tinguida escritora señora Lola Larrosa de Ansaldo 
y que se encuentra ya en venta en todas las li- 
brerías. 

¡Hija mia! es una narración dramática, llena 
de pasages tiernos, conmovedores, escrita en sen- 
cillo y elegante estilo 

Su éxito ha de ser grande, pues su lectura no 
sólo es interesante por lo fino del análisis de los 
caracteres, sino que además es una de esas pocas 
novelas que pueden y deben verse en manos de 
una niña, por lo honesto y elevado de los senti- 
mientos que en ella campean. 

El Globo de 1889: El Lujo como novela de cos- 
tumbres, debida á la pluma de 1a distinguida lite- 
rata señora . Larrosa de Ansaldo, destaca en la 
interpretación notable que su autora hace de esa 
pasión que corroe la sociedad, arruinando muchas 
veces á las mayores fortunas, perdiendo hasta el 
hogar, ese sagrado santuario de la familia, que 
debiera ser siempre respetado. 




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LoLa larrosa bE ansaLdó 



El estudio hecho por la señora de Ansaldo, con 
pluma fácil, elegantísima, y elevación y belleza 
de sentimientos, merece ser leído con avidez por 
los que aman el desenvolvimiento de la literatura 
nacional. 



Nos hemos limitado á la trascripción de un solo 
suelto, referente á cada obra, porque seria prolijo 
hacer figurar aquí (odos los juicios, tantos nacio- 
nales como extranjeios, consagrados á los citados 
libros. 

Pero, nos parece de justicia trascribir, de La 
liceísta Nacional , algunos fragmentos del juicio 
que «¡Hija mia!» mereció al erudito y brillante 
crítico -D. Federico Tobal. 

Dice asi: «La joven escritora, que inicia ccn bri- 
llo y con ciencia el magisterio y el apostolado de 
la educación y enseñanza, ha seguido con fideli- 
dad esta honrosa y sabia tradición americana, y 
su libro no rozará en ió más mínimo el candor 
virginal de la pudorosa doncella que llore sobie 
sus páginas atrayentes El argumento que ha 
ideado y cscojido salta en su sencillez por su ver- 
dad, y por tal causa se hace interesante; pues lo 
natural y evidente se impone á nuestras almas 
con su fuerza y propia autoridad, asi como nos 
disgusta y aparta de sí, por su exageración y vio- 
lencia, todo lo cjue no refleja, reproduce, ni retra- 
ta, lo cierto y positivo. 

«Reproducir los dramas de la vida en sus varia- 




LOS ESPOSOS 



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dos aspectos y accidentes, puede ser y lo es, una 
fuente de moralización y enseñanza; puedeseruna 
tribuna de propaganda, una cátedra de doctrina 
y basta un medio poderoso de servir con altura 
al destino social de pueblos jóvenes, de fomentar 
y empujar su progreso. Pero, reproducirlos, fan- 
taseando á capricho, forzando el criterio, creando 
situaciones sin tipo real, y forzando individuali- 
dades, solo existentes en el cerebro exaltado del 
pintor, y, por lo repugnantes y monstruosas, na- 
cidas en una visión de tenebrosa perversión, es 
contribuir doctamente á oscurecer las almas, á 
embriagarlas en el delirio, causando la desmora- 
lización en el hogar y la anarquía en la sociedad 
ó hiriendo de mue'iTeá todo pueblo asi nutrido. 

«Y esa madurez de juicio y esa bondad de espíritu 
y prob dad de pensamiento, que ha sugerido y dado 
á la autora la materia de la ti ama de su narración 
dinmát:ca, la acompañan en el desarrollo, ejecu- 
ción y desenlace de su plan, coronado por el éxito 
triunfante de su heroína alzada, desde e! martirio 
gene» oso, a! cielo de paz y de ventura, reservado 
á las virtudes heró : cas Y si la moral i ada tiene 
que reprocharle; si el puro sentimiento religioso 
y la idea de lo divino no han sido oscurecidas, bas- 
tardeando el ideal que engendran, si el buen sen- 
tido no ha sido herido con creacio es fuera d » la 
posibilidad concreta, porque i.o entran en la at- 
mósfera y en los horizontes reales ó ideales, del 
concepto humano; también ni el arte, ni la esté- 
tica, tienen nada que reprocharle; porque, quizá 
más por instinto delicado que por ciencia, ha se- 
guido fiel y escrupulosamente los preceptos y las 




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LOLA LARROSA DE ANSALDO 



leyes de la composición literaria y artística. El 
precepto capital de la unidad ha sido guardadocon 
una religiosidad tal, que no podría suprimirse una 
escena, sin quebrantarlo. Los cuadros sucesivos 
del drama han sido colocados con el arle y la gra- 
dación déla perspectiva pictórica, y el espi i tu sin 
esfuerzo se posesiona del conjunto y los detalles 
de la tragedia doméstica, que por su viveza, pro- 
porc ón y elocuencia, reclamaría para su éxilo lu- 
cido la viva y palpitante representación del teatro. 

Puede estar segura la joven escritora Lola La- 
rrosa de Ansaldo, no sólo que se ha sugelado á la 
sabia reglamentación de los maestros, sinó que, 
lo que no es común, ha guardado aquella sobriedad 
encantadora que el genio heleno guardaba y reli- 
giosamente observaba, como dogmática inspiración 
de la belleza y del arte.» 



Sería imperdonable que en estos lijeros apuntes 
olvidásemos decir que en 1880, la señora de An- 
saldo fundó La Alborada Literaria del Plata , en 
donde colaboraron plumos de reconocida reputa- 
ción literaria. 

Este semanario obtuvo merecidos elogios. «El 
Siglo», uno de los más importantes diarios de 
aquel entonces, consagróle estas lineas: 

«Las tendencias elevadas del espíritu merecen 
estimularse con el apoyo leal de la justicia. 

«La Alborada Literaria del Plata » es un tributo 
al tesoro común de las letras argentinas, y que á 
despecho de la triste situación porque atraviesa 
el país, va abriéndose camino por un sendero de 
flores. 




LOS ESPOSOS 



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«La señorita de Larrosa, dominando con aliento 
y gracia las dificultades de su valiente empresa, 
se nos presenta al frente de ese periódico, con una. 
modestia encantadora, proporcionándonos el placer 
de sus narraciones, en donde, como dijo de ella 
un hombre de gran talento «juguetean chispazos 
de una imaginación galana, á que no faltan las 
gracias tropicales, que son como luz etérea de 
nuestras inteligencias americanas». 

Term ; naremos diciendo que la aparición de este 
libro ha de encontrar ciertamente acogida hala- 
güeña y cariñosa, tanto más cuanto que la cele- 
brada autora la ha escrito bajo la presión de do- 
lorosos sufrimientos morales, y que hoy, más que 
nunca, ha menester'dé la generosa protección de 
todos, porque pesa sobre ella terrible desgracia. 

El cielo no puede por menos que premiar á la 
mujer, que ante todo es mujer. 

Lola Larrosa de Ansaldo, alejada del bullicio del 
mundo, por la natural timidez de su carácter, vive 
refugiada en su bogar, luchando heroicamente con 
la suerte adversa, repartiendo su vida entre Ja 
labor diaria y el' cuidado de su hijito único y de su 
esposo enfermo 

Las rosas blancas, símbolo de la virtud, que hoy 
adornan su frente entretejidas con el laurel inmar- 
cesible, que premia al talento, coronarán un día 
no lejano ála escritora y á la esposa ejemplar. 

El editor 



Buenos Aires, 1893. 




LOS ESPOSOS 




PRIMERA PARTE 



LOS ESPOSOS 



i. 

Presagios uti í)rama 

— ¡Bendito sea el cielo, que nos envía su 
luz á todos, pobres y ricos. Heneándonos el 
alma de alegrías primaverales! — exclamó 
Liceta, extasiando sus ojos sobre el májico 
panorama que se extendía á su vista. 

Era muy de mañana aun, apenas comen- 
zaba el sol á dorar las elevadas copas de 
los árboles. 

La casita de Liceta, como alondra dor- 
mida en la espesura del monte, estaba silen- 
ciosa y su aspecto exterior, limpio y lleno 
de frescura, con sus enredaderas entrelaza- 
das á los hierros de las dos únicas ventanas. 




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LOLA LARttOSA DÉ ANSALbO 



con su parro cuajada de maduros racimos, 
que proyectaba bienhechora sombra sóbrela 
puerto rústica de entrada. 

La casita era humilde. Componíase tan 
solo de dos habitaciones y una cocinita, de 
cuya chimenea veíase salir el humo del 
hogar en donde preparábase el desayuno. El 
paraje era delicioso; distaba seis millas de 
Brisamar , un pueblo pintorezco que se nos 
antoja situarlo en la República Oriental del 
Uruguay, muy distante de la capital, y ro- 
deado de campos fértilísimos en donde el 
fruto vía flor parecen frutos de bendición ; 
tales son su lozanía, su bondad y su her- 
mosura. 

Como á quinientos pasos de la casita que 
más arriba hemos mencionado, existe un mo- 
lino harinero, guardado, á poco trecho, por 
una propiedad de una arquitectura sencilla 
y elegante, residencia del dueño del molino, 
don Manuel Nélter, personage que muy en 
breve presentaremos á nuestros lectores. 

Liceta, huérfana de padres, vivía en com- 
pañía de su esposo, Henry Silver, que tra- 
bajaba en el citado molino. 

Contaba la joven veintiséis años á lo su- 
mo, y hacía /tan solo seis meses que había 
contraído matrimonio. 




LOS ESPOSOS 



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La tristeza que sombreaba su rostro — pues 
aún lloraba la reciente pérdida de su ma- 
dre — hacía resaltar más y más su hermo- 
sura plácida y atrayente. Tenía impreso en 
su frente el sello de los espíritus buenos y 
bien templados, v, si bello ero su semblante, 
no era menos hermosa su almo, de princi- 
pios austeros, de sencillez encantadora y de 
inmaculada virtud, imperecedera herencia 
de los autores de sus días. 

Su esposo, español, natural de Madrid, 
contaba treinta y ocho años, y era el tipo 
del hombre fuerté”y'tierno á la vez. Consa- 
grado á las bellezas del hogar y á los dulces 
deberes del matrimonio, que dan la paz de la 
conciencia y la alegría del alma; felices des- 
lizábanse los días, entre su trabajo honrado 
y el amor de su Liceta. 

Henry era alto, de musculatura fuerte co- 
mo el acero, y de tez lijeramente tostada por 
el sol. Su cabello, no abundoso, era castaño 
oscuro, ya salpicado de prematuras canas; 
la frente ancha, despejada, y la nariz recta; 
sus ojos pardos de mirada inteligente, en 
donde reflejábase la ternura de su alma bue- 
na, de igual modo que la entereza de su co- 
razón varonil. Al lado de Liceta ofrecía el 




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LOLA LARROSA DE ANSALDO 



contraste del árbol robusto y vigoroso junto 
á la flexible y delgada enredadera. 

Henry y Liceta se amaban íntimamente. 
Si él vivía solo para su mujercita, ella vivía 
para mirarse en los enamorados ojos de su 
esposo, y velar por los quehaceres y dulzu- 
ras de su hogar, humilde, limpio, y resplan- 
deciente de poesía y de luz. 

Don Manuel habíales cedido aquel rincon- 
cito, escondido entre limoneros, duraznales 
y sauces, y el matrimonio feliz vivía agra- 
decido á su benefactor. 

Nada más bello, ni más puro, que el inte- 
rior de aquella morada en donde reflejábase 
por doquier el alma angelical de su dueña. 
En el centro de la primera habitación, muy 
reducida, vaiase una mesa de guindo, sobre 
la cual lucía un ramo sus frescas flores, 
que saturaban el ambiente. Más allá, algu- 
nas sillas bien ordenadas; en un ángulo ele 
la pieza un armario, á través de cuyos 
cristales brillaba la limpieza de la loza y 
modesta vajilla; en otro extremo había otra 
mesa, pero pequeña, en la que veíanse bo- 
nitas chucherías de adorno. La alcoba os- 
tentaba un lecho blanquísimo, desde la 
colcha hasta las cortinas; y en las fundas 
de las almohadas, guarnecidas con encojes, 




LOS ESPOSOS 



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hechos primorosamente por Liceta, adivi- 
nábase la mano de la mujer prolija y ha- 
cendosa, verdadera hada del hogar, bajó cuya 
influencia benéfica este adquiere tono, ani- 
mación y vida. 

Un lavatorio, en cuyo espejo quebrábase 
la luz; un ropero, de anchas puertas; algu- 
nas sillas de paja; una cómoda; un costu- 
rero; un estante, con algunos libros: y sobre 
la cama, resaltando en la blancura de la 
pared, un crucifijo, á cuyo pié enlazábase 
una palma bendita. Este era todo el mue- 
blaje, embellecido por la luz del sol que pe- 
netraba á través de la enredadera, que 
festoneaba la ventana, á cuyo pié y por la 
parte de afuera, se extendía una tupida al- 
fombra de margaritas y alelíes. El pavimento 
de las dos habitaciones era de ladrillo, pero 
tan encarnados, tan limpios y tan frescos, 
que contribuían á dar á la vivienda un 
atractivo tal, que el alma contenta no sabía 
como expresar su regocijo en medio de la 
pulcritud, del orden y del buen gusto, que 
presidía todo el modesto ajuar. 

Pero, antes de proseguir, debemos presen- 
tar á nuestros lectores don Manuel Nélter, 
personaje muy importante en el desarrollo 
de esta verídica historia. 




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LOLA LARDOSA DE ANSALDO 



Don Manuel era, como Liceta, natural de 
la República Oriental del Uruguay, parage 
donde comienza esta narración. Contaba 
cuarenta años. Su físico era atrayente. Su 
estatura regular, ni grueso ni delgado. Su 
rostro fuertemente simpático, adornábalo 
una barba corta, sedosa, de hermoso casta- 
ño oscuro. Su cabello, abundoso, de igual 
color, naturalmente ondulado, usábalo pei- 
nado hacia atrás, dejando al descubierto su 
frente elevada. Su nariz era correcta. Sus 
labios gruesos, y sus ojos, de mirada pro- 
funda, revelaban una naturaleza enérgica y 
apasionada. Vestía con gusto y sencillez, 
propia de la vida del campo. 

¡Lástima grande que los sentimientos de 
don Manuel no armonizáran con su físico 
atrayente ! 

No diremos por esto, que era un mal su- 
geto, porque hasta entonces no habíase re- 
velado como tal. Ni tampoco le tacharemos 
de vicioso. Por el contrario, todo el mundo 
le conocía por hombre honrado, trabajador 
y generoso, pues más de uno le era deudor 
de su bienestar. 

A la sazón era riquísimo y casi toda su 
cuantiosa fortuna constituíanla valiosos es- 
tablecientes rurales, que, bien dirijidos por 




LÓS ESPOSOS 



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el mismo, producíanle fabulosos rendimien- 
tos. Y esta riqueza debíala á su perseveran- 
cia y buena suerte en sus labores, porque sus 
padres, al morir, legáronle muy poca cosa. 
Su contracción logró aumentar considera- 
blemente su pequeño capital, y, sobre todo, 
le colocó en la categoría de persona de 
arraigo. 

Su educación distaba mucho de ser sólida; 
había sido descuidada por los autores de sus 
días, y, careciendo de amor al estudio, solo 
consiguió aprender las cuatro reglas, ador- 
nóse luego de un lijéro barniz que le prestó 
el brillo del oropel, y por el cual fué admi- 
tido sin réplica en los altos círculos de la 
sociedad. 

El prurito de que adolecía don Manuel era 
su afición decidida é invencible á cortejar a 
cuanta mujer hallaba á su paso. 

Por mantener incólumes su libertad y su 
independencia no se había casado, y así po- 
día satisfacer sus excesivos deseos, consa- 
grando su tiempo á la pasión que le domi- 
naba. 

Y parecerá extraño que, siendo don Manuel 
un tipo arrogante por su físico y por su for- 
tuna, se conformara con vivir lejos de los 
centros sociales que podrían ofrecerle am- 







LOLA LA ti ROSA Í>E ÁNSAl.bÓ 



plio campo ú sus liaza ñas amorosas, y se 
contentase con vegetar en uno de sus moli- 
nos, quizá el menos bueno, si bien la vi- 
vienda á él destinada, reuniera todas las 
comodidades apetecibles de la elegancia y 
del buen gusto. 

Pero es el caso que la presencia encanta- 
dora de Liceta en aquellos lugares, y la na- 
tural poesía, frescura y belleza del campo, 
hicieron del molino de Brisamar, uno de 
los puntos más deliciosos que pudiera for- 
jarse la mente: la arboleda profusa; el te- 
rreno fértilísimo, surcado de pequeños arro- 
yos; el aire que se respiraba saturado de 
aromas, porque, ora se aspiraba la fragan- 
cia de la flores silvestres, ora se percibía el 
perfume de los frutos, calentados por el sol: 
los duraznos, los higos, los limones y las 
peras que colgaban de los árboles obligán- 
dolos á éstos á inclinar sus ramas al poso 
de tan sabrosa cargo. 

Liceta parecía el ángel custodio de aquel 
paraíso. 

La estatura de nuestra protagonista, más 
alta que baja; la esbeltez de sus correc- 
tísimas formas, veladas por un traje blan- 
co y liso; su rostro pálido, iluminado por 
ojos negros de mirada ingénua; su nariz 




LOS ESPOSOS 



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pequeña y correcta, que envidiaría el subli- 
me sincel de Fidias; su boca, de un corte 
graciosísimo, siempre movible, en giros sua- 
ves, modulando sonrisas, que dejaban lucir 
blanquísimos y menudos dientes. Tenía la 
frente espaciosa y sus cabellos castaño cla- 
ros, con reflejos de oro, se rizaban en me- 
nudos bucles sobre sus sienes, formando 
marcos graciosísimo d aquella cara pere- 
grina. 

Toda la persona de Liceta respiraba dul- 
zura tal, era tan modosa, tan delicada, tan 
llena de naturales-gracias, que podía lla- 
mársele la flor más bella con que natura 
había querido engalanar aquellos campos. 

Impresionable don Manuel en alto grado, 
tratándose de encantos femeniles, fácilmente 
se explica el entusiasmo que despertó en su 
alma la prístina belleza de Liceta. El entu- 
siasmo transformóse súbitamente en pasión, 
y por vez primera, quizá, trabaron lucha 
tenaz en su pecho, el sentimiento del deber 
y el grito impúdico del deseo. 

Y era que don Manuel estimaba lealmente 
á Henry, y hubiera querido respetar los san- 
tos afectos de aquel hogar. 

Empero, en el dueño del molino operóse 
una transformación de la que él mismo se 




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LOLA LARROSA DE ANSALDÓ 



asustó, sin poder lograr vencerla. Él, que 
nunca había deseado mal á nadie, aún cuan- 
do fué causa muchas veces de que más de 
una infeliz llorara por su culpa; pues arras- 
trado por su fatal inclinación, iba por esos 
mundos marchitando ilusiones y labrando 
la desventura de cuanta mujer oía sus pér- 
fidas palabras. 

Sandeau ha dicho: «Obsérvese que los 
« hombres no reconocen en amor, ni legis- 
« lación ni moral: aman ó no aman, aquí 
« está todo. El amor es un terreno libre, 

« en el que todo es lícito; sucede allí como 
« en la guerra; se ofende, se hiere, se mata 
« hasta más no poder: fuera de allí todo se 
« vuelve cortesía y humanidad, y nadie se 
« queja más que los heridos; por manera 
« que un hombre puede conducirse como el 
« último miserable con la mujer que se lo 
« ha sacrificado todo, y conservar, sin em- 
« bargo, todas las prendas eminentes que 
« constituyen en sociedad lo que se llama 
« un caballero. Despedazar cobardemente 
« una vida entera, no es nada, no es más 
« que una pobre mujer que se ahoga; no 
« por eso deja de ser buen hijo, buen her- 
« mano, buen amigo ; no por eso deja de 
« ser bondadoso con sus criados, afectuo- 




LÓS ESPOSOS 



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« so con sus perros, cariñoso con sus caba- 
« líos. La sociedad misma que nunca per- 
« dona la felicidad que ella no ha sancio- 
« nado, es en extremo indulgente con esos 
« amables verdugos que la vengan.» 

Oh! moral de nuestros días! 

¡ Felices tiempos los pasados, en que el 
hombre á los treinta años se ruborizaba aún 
ante la ingénua mirada de una mujer! 

Indudablemente en el fondo de don Ma- 
nuel existia el gérmen de un sentimiento 
torpe, y éste acababa de revelarse en toda 
su fuerza arrolladorar 

Estimaba á Henry, y sin embargo, sin dar- 
se cuenta de ello, quizá, pensaba con fruición 
profunda en que podía arrebatarle impune- 
mente la dicha que orgulloso aquel disfru- 
taba. 

Hasta entonces había jugado con el cora- 
zón de las mujéres; las deseaba sin amar- 
las, y de ahí su fría indiferencia por cada 
flor que tronchaba en su tallo. 

Contaba cuarenta años, y sus pasiones 
bullían en su pecho con el fuego de los vol- 
canes. 

Hasta entonces no habían penetrado en 
su alma los destellos del verdadero amor; 
y éste despertóse al fin, por desgracia vehe- 




28 



LOLA LAftROSA DE ANSALDO 



mente, invencible é inspirado por un ángel, 
cuyas alas, de inmaculada blancura, procla- 
maban por doquier su pureza y su castidad. 

Henry y Liceta vivían el uno para el otro, 
y, á medida que el tiempo transcurría, ahon- 
dábase más y más el acendrado cariño que 
los unió. A este sentimiento, asociábase, 
para hacerlos aún más felices, el de la gra- 
titud que por don Manuel sentían. 

Pero, así como en un día esplendoroso de 
primavera, anúblase el sol inopinadamente 
por nubarrones que amenazan deshecha tem- 
pestad, así, de igual modo, llegó Liceta en 
su candorosa inocencia á comprender el 
afecto insano que en mala hora desper tára 
en el alma de su pérfido protector. 

Y era que don Manuel, incapaz de aca- 
llar la voz de su torpe pasión, espiaba to- 
dos los momentos propicios en que pudiera 
revelar á Liceta sus atrevidos galanteos y 
sus criminales proyectos para el mañana. 

Entrambos libraban una lucha porfiada 
y tenaz. 

Liceta, siempre que podía, refugiábase en 
su casita, rehuyendo disimuladamente la 
presencia de aquel hombre, y á solas llo- 
raba, y lloraba pensando en su esposo, y 
en el instante fatal en que llegara á descu- 




LOS ESPOSOS 



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brir las impurezas de su perseguidor, á 
quien hasta entonces, había mirado como 
á su providencia, porque de su mano reci- 
bían el pan, producto de su trabajo hon- 
rado. 

Liceta, á pesar de sus años juveniles, era 
juiciosa y de carácter serio. No había teni- 
do trato social alguno, porque para ella no 
había existido nunca otro mundo que el 
adorado hogar de sus llorados padres, al 
cual no llegaba jamás el estruendo de las 
tempestades humanas que se desencadenan 
en el mundo moralr-con más fuerza y de- 
solación que las tormentas que se desatan 
en la naturaleza, devastando sembrados, 
haciendas y caseríos. 

Del seno de sus amantes padres, había 
pasado á los brazos de su esposo, y sobre 
el pecho hidalgo y noble de este, posó ella 
su cabeza inesperta, con la dulce confianza 
del niño, que se aduerme feliz en el regazo 
materno, ageno á las acechanzas alevosas 
de los malvados. 

Empero, Liceta no vivía del todo igno- 
rante de las cosas del mundo. Había leído 
mucho y buenos libros de moral cristiana; 
sabía que existen vicios y maldades: pero 
sin temerlos, porque nunca en su candorosa 




30 



LOLA LARROSA DE ANSALDO 



existencia se imaginó ni remotamente que 
podría verse un día envuelta en redes trai- 
doras, cuyos apretados nudos causan el 
dolor y luego la muerte. 

Al ver, pues, repentinamente el abismo 
que pretendíase abrir á sus pies, retrocedió 
horrorizada, y en los brazos de su enamo- 
rado y fiel esposo quiso buscar refugio á su 

desventura, pero obligóla (\ enmudecer 

su inmenso cariño al compañero de sus 
días y el terror instintivo á un desenlace 
sangriento. 

¡Pobre Liceta! 

Henry debía ignorarlo todo, absoluta- 
mente todo. 

Así ella pensó en bien de 1a tranquilidad 
de su marido. 

¿Por qué había él de sufrir, siendo tan 
noble y tan bueno ? Nó! De ninguna mane- 
ra! Solo ella debía luchar y sufrir y vencer 
al cabo por la fuerza potente de su virtud 
acrisolada. 




LOS ESPOSOS 



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II. 

l^A VJRTUÍ) Y 34 P^CAbO 

Como á una legua corta del molino, exis- 
tía una casa de labranzas, conocida por el 
nombre de Las moreras , á causa de los mu- 
chos árboles que de este fruto circuían la 
finca. Era propiedad de Carlos Lalán. 

Este nuevo personaje fr'saba en los trein- 
ta y cinco años, y hacía cuatro que vivía en 
Las moreras y fecha de su casamiento. 

Carlos era todo un buen sugeto. A fuerza 
de perseverante trabajo, fué, paulatinamen- 
te, acumulando un pequeño capital. Vivía 
con holgura y cóii muchas comodidades, á 
pesar de sus ahorros. 

En cuanto al físico de Carlos, era, lo que 
vulgarmente se llama, un buen mozo: alto, 
delgado, más bien que grueso; de rostro lije- 
ramente tostado por el sol; ojos garzos, de 
mirada suave, ingénua, verdadero espejo de 
su alma buena; tenía el cabello negro y usaba 
tan solo bigote, qug sombreaba su boca, guar- 




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LOLA LARROSA DE ANSALDO 



necida de dientes sanos y blanquísimos, que 
se descubrían en las francas y alegres risas 
de aquel pecho, siempre noble, tranquilo y 
generoso. 

Tal era el tipo de Carlos. 

Blanca, su joven esposa, contaba apenas 
veinte primaveras, y eran sus naturales gra- 
cias, verdadero regalo del cielo. De estatura 
moderada, de formas atrevidas, de carnes 
apretadas, de colores frescos, entremezclán- 
dose el blanco puro de la azucena con el de 
la rosa recién abierta. Los cabellos eran 
rubios y ondulados, y llevábalos casi de or- 
dinario tendidos en rizos sobre las espaldas, 
y lijeramente eeíydos á la altura del cuello, 
con una cinta, ora celeste, ora encarnada, 
según lo exijía el atavío del resto del traje. 

Todo su rostro era bello, desde la frente, 
de un corte graciosísimo, hasta la nariz, 
pequeña, bien modelada, y la boca, breve, 
precioso estuche de riquísimas perlas, y, 
para mayor abundamiento de bellezas, en 
sus redondas mejillas proyectábanse dos ho- 
yuelos y en el extremo del lábio superior, 
un graciosísimo lunar. 

Blanca vestía con elegancia, y hasta podía 
tachársele de lujosa; porque, si bien su es- 
poso hallaba placer en obsequiarla con todo 




LOS ESPOSOS 



33 



cuanto pudiera halagar su amor propio, no 
era su fortuno tan cuantiosa que permitiera 
ciertos y continuos gastos supérfluos, que, 
andando el tiempo, pudieran distraer las 
economías de la previsión bien ordenada, 
para la felicidad de la familia. 

Blanca habíase criado sin el calor santo 
de su madre, ni sus inefables dulzuras: 
arrebatósela el destino cuando apenas con- 
taba cuatro años. La pobrecita niña, vivió, 
desde entonces, al amparo de un tío mater- 
no, que, si bien la amaba en extremo, no 
podía ec -manera alguna, desempeñar las 
atenciones delicadísimas de una madre ca- 
riñosa, ni depertar en el corazón juvenil 
de laniña el exquisito caudal de sentimien- 
tos puros, y de sanas creencias, quems el 
legado invalorable de las madres para los 
hijos de sus entrañas. 

Creció, pues, la niña al abrigo, 'sí, del 
amor grande de su tío; pero, libre su espí- 
ritu soñador para volar por mundos impo- 
sibles. Su imaginación ardientísima llenaba 
su alma de peligrosos sueños, y la lectura 
de novelas románticas, habían acabado de 
trastornar su impresionable corazón. 

Así, preparado su ánimo, conoció á Carlos, 
y le amó, ó creyó amarle y le entregó su 




34 LOLA. LARROSA DF, ANSALDO 

mano, y con ella su vida entera, soñando 
más que nunca, en las delicias de aquel 
am®r, que iba á llenar su existencia de 
nuevos é incesantes deleites. 

El matrimonio es fuente de santos y so- 
segados goces, y á la existencia de un amor 
profunde y seguro, debe unirse el mutuo 
respeto, y la indulgencia y la consideración 
recíprocos, que afianzan para siempre la fe- 
licidad y el porvenir.de la familia. 

Hay mujeres que pretenden que el matri- 
monio sea una continuada novela de amor, 
y gastan su existencia y destruyen el ver- 
dadero afecto, queriendo que el esposo de- 
sempeñe siempre el papel de amante. Los 
cuidados ineludibles de la familia, las sa- 
gradas atenciones de la casa, las inquietu- 
des de la vida, no pueden alentar un eterno 
idilio, que, por otra parte, sería contrapro- 
ducente; porque quedarían sin cumplimien- 
to los más santos deberes y las más serias 
atenciones. 

En el matrimonio deben desaparecer las 
seductoras nimiedades y futilezas del amor, 
para dar paso á las .serias dedicaciones de 
la vida de la fam diarero no por eso des- 
aparece el cariño. Por el contrario, éste se 
ahonda más y más, echando raíces profun- 




LOS ESPOSOS 



35 



das, que la mutua estimación se encarga de 
cultivar, formando así el árbol de la existen- 
cia, que dá por frutos los hijos, que son 
la savia de la vida de los padres. 

Pero volvamos á Blanca, y veamos el esta- 
do actual de su corazón. 

Era Blanca amiga íntima de Liceta, su 
confidente, á quien revelábale todos los sen- 
timientos que agitábanse en su pecho. Ha- 
llaba consuelo á sus atolondrados regocijos 
en la bondadosa sociedad de Liceta ; porque 
dotada ésta de sensatez y cordura, lejos de 
reñir á su amiga y Trior tífica ría con preten- 
ciosos sermones de moral, por sus faltas 
cometidas, tenía para con ella el tácto es- 
quisito y la indulgencia sabia de la madre 
que corrije al hijo sin zaherirle. 

La intolerancia es siempre consecuencia 
del mal carácter, y muchas veces de malos 
.sentimientos. Que no podamos ver las fal- 
tas agenas sin irritarnos, es porque nos 
creemos intachables. Sin embargo, debemos 
convencernos de que esto es imposible. El 
sér humano en absoluto, es pecable por 
herencia de su propia culpa. Suponernos 
mejores que los demás, es una soberbia, 
digna de castigo, y el castigo se obtiene — 
porque Dios es justo —con la antipatía, la 




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LOLA LARROSA DE ANSALDO 



enemistad y el aborrecimiento de nuestros 
semejantes. 

La indulgencia, la dulce palabra persuasi- 
va, y sobre todo, la prudencia y discreción 
en no prodigar consejos á quienes no los 
solicitan de nosotros, nos conquistan, no 
solo dulces afectos, si que también el respe- 
to y la consideración de las gentes; porque 
no hay nada que más a'raiga que la digni- 
dad y la dulzura, base principal de la edu- 
cación, que se revela basta en los más pe- 
queños detalles de nuestra vida íntima y 
social. 

Por esta poderosa razón, cuanto más ago- 
biada, y aflijida veíase Blanca por sus deva- 
neos, tanto más aprisa volaba junto á Lice- 
ta. Solo escuchándole parecíale á la infeliz 
que se acallaban sus insanos anhelos. 

En uno de estos momentos, vamos á oír 
el diálogo, que, á la presencia de Blanca en 
casa de Liceta, surge entre las dos amigas. 

Blanco está pálida. Sus hermosos ojos 
rodéalos oscuro círculo, que atestigua no- 
ches de insomnio. También en el rostro de 
Liceta nótanse marcadísimas huellas de se- 
creto pesar. 

Liceta, sentada junto á Blanca, y las ma- 
nos de ámbos entrelazadas, la mira con 




LOS ESPOSOS 



37 



marcadas señales de lástima y hasta con 
dolorosa compasión. 

— ¡Desgraciada, amiga mía !- esclama — 
¿Cómo es posible que así olvides tus más 
sagrados deberes? ¡Evito, por Dios, el exce- 
crable espectáculo de tu deshonra! 

Blanca no contesta, palidece aún más de 
lo que está y, llevando el pañuelo á sus 
ojos, procura contener las lágrimas, que 
pugnan por saltar á sus mejillas. 

Ha tiempo que la vida monótona y seden- 
taria del campo fastidiaba á la joven, y sien- 
te anhelos desconocidos. El amor grande 
de su confiado esposo no basta á satisfacer 
las aspiraciones de su alma, sedienta de go- 
ces desconocidos. Nada dicen á su corazón 
la ternura y solicitud de su marido, que solo 
vive para amarla y complacerla. 

— Blanca! Blanca! — murmuró Liceta — No 
sabes tú cuán grande es mi pena al verte 
ciega, recorriendo una senda que ha de 
llevarte indefectiblemente al precipicio! Mira 
hacia tu conciencia, y dime: ¿De qué te 
acusa? 

— Galla! calla! — balbuceó Blanca, dando 
rienda suelta á su contenido llanto — Soy 

culpable, sí, lo confieso; pero no puede 

mi corazón doblegarse á mi cabeza! 




38 



LOLA LARROSA DE ANSAl.DO 



— ¿Que no lo puedes vencer? Será porque 
no piensas en la desolación que te acarreas 
en torno tuyo. Ay! Blanca! Aléjate de ese 
hombre que te seduce, de ese Jorge Vallier, 
que en mala hora vino á estos lugares! Ca- 
minas en busca de tu perdición, y quieres 
arrastrar en tu caída a tu pobre marido, 
que no merece, por cierto, que tú así le des- 
honres. No sé como pudiste dar al olvido 
las bondades de Carlos, de ese hombre que 
la iglesia te dió por eterno compañero, y 
para quién debieras sacrificar todo lo más 
grande que en tí exista, si sacrificio puede 
llamarse consagrar el homenaje de tus afec- 
tos á quien tiene derecho á llamarte suya, 
porque le perteneces por entero; hasta tus 
pensamientos deben ser suyos. Así concibo 
yo á la esposa, unida al esposo tan íntima- 
mente, que sus olmas vibren á un solo 
compás ! 

— Respeto y estimo á mi esposo, pero ¡ay! 
creo que no le amo! ¡Dios me perdone! Sien- 
to una sed tan ardiente y devoradora por 
todo lo desconocido, que.... ¡No lo niego ! . . . 
me atrae el peligro, y me reconozco culpa- 
ble, y 

— Ah! No prosigas, — dijo Liceta con seve- 
ridad. — La mujer que no sabe ser conse- 




LOS ESPOSOS 



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cuente y agradecida al bien que le rodea, no 
merece la estimación de los buenos. Perdó- 
name, Blanca, pero he de ser severa para 
contigo, como lo fuera la madre de tu alma, 
si por ventura viviera. Yo no puedo verte 
envilecida sin que mi corazón se extremezca, 
de espanto. Siempre miré la virtud como 
la única guía de la mujer en la senda espi- 
nosa de la vida. Si tú la menosprecias, ¡qué 
va á ser de tí en el mundo, mi desgraciada 
Blanca? Vergüenza da pensarlo! Serás una 
de tantas, que ruedan por el abismo del 
deshonor. ¡ PiénsaTó bien, amiga querida! 
La nave, sin brújula, va á estrellarse inevi- 
tablemente contra las erizadas rocas de la 
desierta playa! ¿Y qué otra cosa es la mu- 
jer que olvida sus más sagrados deberes? 
Abandona ¡por Dios! esas visiones que te 
enloquecen, y trata de amar á tu esposo y 
al techo olvidado de tu propia casa, que allí 
es donde reside la verdadera, la única dicha 
positiva. Fuera del recinto del hogar, todo 
es mentira! ¡Créeme, mi amiga infortu- 
nada ! 

— Dios mío! Mi mal debe ser incurable, 
Liceta querida. Si todo cuanto toco y cuanto 
miróme parece vulgar, todo me hastía.... 

— ¿Todo, Blanca, todo?— preguntó Liceta, 




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LOLA LARROSA DE ANSALDO 



con amargura y mirando fijamente á su 
amiga. 

Blanca, ruborizada, cogió una mano de 
Liceta y aproximándose más ó ella, entro 
lágrimas y suspiros, prorrumpió: 

— Yo leí una vez un autor francés, que 
decía : 

«El amor, como la divinidad, de cuyo 
seno emana, exije un culto exterior. Si los 
amantes conceden demasiado á la pasión, 
los maridos la tratan con la más sórdida 
avaricia, y esto es lo que los pierde á todos. 
La pereza y la vanidad estimulan su tibieza 
y los adormece en su indiferencia: presumen 
á tal punto de su mérito, que ni siquiera 
piensan en hacerle valer. Al ver su ciega 
confianza, no parece sino que han consti- 
tuido á sus mujeres en mayorazgos y que 
las consideran intrasmisibles ¿Qué pueden 
sin embargo esas pobres abandonadas, que 
tienen veinte y cuatro horas al día que de- 
dicar á los pensamientos de amor; qué 
pueden contra la seducción que se les pre- 
senta, engalanada con todos los artificios 
del corazón, con todas las gracias del len- 
guaje? Si resisten, los maridos no lo atri- 
buyen más que á su propio mérito, y no 
perdonarían al triunfo el que hubiese costa- 




LOS ESPOSOS 



41 



do serios esfuerzos; si sucumben, se indig- 
nan y se enfurecen. Se necesita un rival de 
carne y hueso para despertar sus celos y 
reavivar su alma embolada.» 

Gomo estas ideas — prosiguió Blanca — se 
ajustan tanto á las mías, me quedaron bien 
presentes. Vallier es tan fino, tan galante, 
y. . . . me ama tanto 1 ... Tú no le has mi- 
rado bien. Es simpático, monta perfecta- 
mente á caballo, y, á sus muchos atractivos, 
reúne el de tener siempre en su semblante 
una melancólica dulzura, que contrasta agra- 
dablemente con su^varonil figura, y la gallar- 
día de toda su persona. ... jY qué lenguaje 
el suyot . . . ;Qué expansiones de ternura y 
puerilidades de amor, que me dan la prueba 
inequívoca de la dicha que soñé. . . I 

Desde el momento en que Blanca empezó 
á hablar, Liceta abandonó las manos de su 
amiga, y, sin tino, iba y venía por el apo- 
sento. Su rostro hechicero adquirió tal se- 
veridad, que Blanca coartada, enmudeció, 
clavando sus ojos en el pavimento. 

Un prolongado silencio siguió á las pala- 
bras culpables de Blanca. 

Liceta se detuvo por fin junto á su extra- 
viada amiga, y, cual si quisiera que sus pa- 
labras fueran una á una penetrando en lo 




42 



Lola larrosá de ansaldó 



más íntimo del pecho de Blanco, con pau- 
sado acento, díjole: 

— Ese amor es criminal. Tú debes morir 
mil veces antes que aceptarlo. La mujer, 
que, como tú, no quiere oir la voz inexorable 
de la conciencia, expía luego su culpo en 
la soledad, bebiendo la hiel de las defeccio- 
nes en la misma copo donde apurara el 
néctar de los placeres. 

¡ Escucho, Blanca ! 

Solo el amor grande y santo de la familia, 
es santificado por Dios. Dios no puede con- 
sagrar los lazos formados por el crimen. 
Cuando en tu pecho solo queden los remi- 
niscencias de tus pasados extravío?, tu co- 
razón se ctm ver tiró en manantial de eternas 
lágrimas, lágrimas delincuentes, que, en vez 
de evaporarse para subir al cielo, irán, con 
el desprecio público, á confundirse en el lodo 

de la culpa 1 

Déjame hablar aún ! Escucha 1 
Yo también, como tú, he leído un autor 
francés, que, al hablar del adulterio, decía: 
«La desesperación hizo partir un grito de 
su alma despedazada y rota por el dolor de 
su caída. Y es, porque el abismo es pro- 
fundo, y porque los corazones más intré- 
pidos no llegarán á su fondo sin palidecer: 




deleitosos son sus orillas y la pasión con- 
duce á sus víctimas hacia ellas por senderos 
muellemente inclinados. Sin dificultad n$$ 
abandonamos á lo largo de esas suaves pen- 
dientes, prometiéndonos al principio que no 
iremos más que hasta la mitad de la cuesta. 
Llegamos á esa mitad ; titubeamos ; volvemos 
la vista atrás, y todavía divisamos el humo del 
hogar doméstico. Esta vista nos tranquiliza; 
creemos no haber andado más que algunos 
pasos y proseguimos, persuadidos de que 
siempre podremos, cuando queramos, liá- 
ramos en un carnino tan fácil, y nos ade- 
lantamos sin temor por los floridos céspedes 
y bajo las frescas sombras. Todo nos sonríe 
todo nos convida; la idea mismé'del peligro 
está llena de seducciones; el peligro que 
arrostramos es un atractivo más, y segui- 
mos avanzando Entre tanto, el sendero 

se va haciendo cada vez más rápido; quere- 
t mos pararnos y ya no es tiempo. El suelo 
se hunde; huye el sendero; resbala el pié; 
el abismo está delante, y rodamos por él. 
A él caemos embriagados, y nos desperta- 
mos anegados en llanto, porque entonces 
nos ilumina una horrible luz; y al vernos 
desterrados de tantos bienes que solo se 
aprecian después que se han perdido para 




44 



LOLA LARROSA DE ANSALDO 



siempre; al vernos despojados de nuestra 
castidad, segunda virginidad, más santa 
que la primera; al contemplar las ruinas de 
lo pasado, la inseguridad de lo futuro, la 
turbación de la hora presente, el alma se 
repliega dolorosamente sobre sí misma, y 
se pregunta desolada cómo todo aquel de- 
sastre, que prometía no llegar nunca, ha 
llegado tan pronto y tan terrible. ¿Qué re- 
curso queda entonces? ¿Cómo trepar por 
aquella colina, tan dulce para la bajada, tan 
áspera para la subida? Dos caminos se pre- 
sentan, y entre ellos hoy que elegir: ó enga- 
ñar al mundo, ó ponerse en lucha con él 
cara á cara; ocultar el adulterio en la familia 
ó proclamarle á la luz del sol. El primer 
camino es el más generalmente frecuentado; 
el segundo es más noble; pero, en uno y 
otro, todo se vuelve tormentos y angustias, 
afanes y combates, de toda clase, en medio 
de los cuales suena siempre como enojoso 
zumbido la voz de un cierto instinto, que 
nos dice, que el amor no es eterno.» 

Blancal Blanca! to Quieras tú rodar á ese 
abismo de ignominia? 

— Liceta! Liceta! Apiádate de mí! Me crié 
y crecí sin madre. No tuve, como tú, un 
ángel custodio Jqueme guiara enjos’prime- 




LOS KS POSOS 



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ros vacilantes pasos de la vida. Me uní á 
un hombre, que, desde el primer instante 
me amó con un amor tranquilo, sin alter- 
nativas. . . . jSiempre igual! El cariño de 
mi esposo no ha tenido nunca esas impa- 
ciencias, esos trasportes y entusiasmos de 
ternura, esos celos y es.is reconciliaciones, 
esos galanteos y esos encantos, esos mil pe- 
queños detalles en fin, del verdadero enamo- 
rado. ¡Y yo, ansiosa de un amor inmenso, 
fogoso, infinito, ine he sentido sola, descon- 
solada, viendo aumentarse por momentos 
esi s?d creciente desafectos, que enferma mi 
alma, y que he visto descripta en las mil 
novelas que leí. Mi cerebro es un volcán. 
¡Oh! desearía tener alas para volar en busca 
de mundos nuevos, llenos de encantamien- 
tos, de luz y de poesía! 

Liceta se quedó absorta. Miró con asom- 
bro á su compañera, y gruesas lágrimas 
resbalaron por sus mejillas. Ella, tan buena, 
tan pura, no concebía el insano afan de 
Blanca. Su corazón, se sentía lastimado, y 
si no fuera porque la voz del deber le decía 
que no debiera negar sus consejos á aquella 
pobre alma extraviada, hubiérase apartado 
de ella con horror, como quien huye de un 
mal contagioso; pues parecíale sentirse man- 




46 



LOLA LARROSA DE ANSALDO 



chada al contacto de aquellos sentimientos 
impuros. 

— Tú — prosiguió Blanca — no sabes loque 
son los luchas del corazón; ignoras que en 
la vida hay dramas tremendos, que destru- 
yen una á una las fibras más sensibles del 
corazón. Tú vives halagada por el amor 
puro de tu esposo, á quién amas con delirio; 
tu corazón tranquilo no late á impulsos de 
ingratos sentimientos; no tienes luchas, no 
sufres, no tienes anhelos, ni temores. ¡Ay! 
Tú eres feliz! 

Una sonrisa amarga entreabrió los labios 
de Liceta. 

¡Que ella no tenía temores, ni sufría! 

Ah! Pensó entonces en las persecuciones 
de don Manuel, y el recuerdo querido de su 
esposo llenó su alma, oprimiéndosela, in- 
mediatamente después, el presentimiento de 
no lejana catástrofe. 

El respeto de sí misma y su pudor, hicie- 
ron que la secreta causa del malestar de su 
pecho no asomara á sus labios, y, volvién- 
dose á su débil amiga, díjole: 

— Tú tienes el alma enferma, Blanca, y 
tu curación no la hallarás donde tú crees. 
Yo no concibo que una mujer honrada halle 
más mundo apetecido que su propio hogar. 




Los ESPOSOS 



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La mujer casada no debe soñar con placeres 
que esién fuera del círculo honesto de sus 
afecciones, santificadas por Dios. Los pla- 
ceres más puros y los más durables están 
en el seno de su mismo hogar, en el amor 
tranquilo del marido bueno y confiado. Y 
si, por desgracio, no amase á su esposo, 
cosa imposible, ó rarísima, siendo él aman- 
te y siendo ella buena, le queda el único 
camino que debe guiarla á buen fin, la re- 
signación por su suerte, y el cumplimiento 
del deber, que dan la paz de la conciencio, 
único bien envidiable en la tierra. 

Rodéate, Blancarde trabajos útiles y ame- 
nos; ten ocupadas tolas las horas del día; 
mira á tu esposo como al amigo más noble 
y más leal, porque lo es; solo en su pecho 
hallarás amor y sinceridad, porque él es tu 
apoyo natural > fuerte, dispuesto siempre á 
sostenerte en todos los trances de la vida, 
y unido á tí por siempre, le verás eterna- 
mente ligado á tus dolores y á tus alegrías. 
Es el brazo poderoso que te proteje, y tú, 
sin él, la débil barquilla, sin rumbo fijo, á 
merced de los mares embravecidos. 

Poniendo toda tu voluntad para entrar de 
lleno en la senda del deber, verás cómo tu 
alma se siente inundada de santa paz, y 




48 



LOLA LARHOSA DÉ ANSALDO 



poco á poco irá penetrando en ella la luz 
de la verdad. Tus oraciones á la Santísima 
Virgen, te darán placidez, calma, y la dicha 
que tonto ambicionas, y concluirás por asom- 
brarte de no haber visto antes la ventura 
que te rodeaba, ni haber comprendido la no- 
bleza, bondad, y el profundísimo amor de 
tu esposo. Y procura siempre que él no 
adivine, ni sospeche remotamente, el peli- 
gro que corrió su felicidad; porque matarías 
su fé, y entonces sí que serías muy desgra- 
ciada; pues cuando del amor huye la con- 
fianza, ya no hay dicha posible; la fé, una 
vez perdida, no se vuelve á recuperar, es 
como la inocencia: la venda que cae de sus 
ojos, aunque se vuelva á sujetar, no pueden 
borrarse las imágenes que hirieron la reti- 
na ! . . . jY qué dicha te espera para cuando 
seas madre! Porque tú lo serás! Una grave 
enfermedad te privó de esa felicidad, hace 
dos años. Pero recuerda que el médico te 
dijo que en nada sufriría tu fecundidad. 
Cuando el cielo, premiando tus virtudes, 
quiera concederte esa ventura no habrá 
otra igual para tí en el mundo : por que 
allá en el fondo de tu alma se levantará 
un grito de victoria; porque ante la purísima 
mirada de tu bija no tendrás que inclinar 




LOS ESPOSOS 



49 



la frente sonrojada; y porque en la del pa- 
dre adivinarás la bendición dulcísima con 
que él envuelva tu alma de esposa y de ma- 
dre, consográndote inoculto allá en lo más 
íntimo de su. enamorado corazón. 

Liccta cesó de hablar, y Blanco la contem- 
plaba con visibles señales de admiración. 

A medida que hs palabras fueron bro- 
tando de sus labios, á modo de música 
melodiosa, el rostro de Liceta adquiría un 
tinte arrobador, y sus ojos irradiaban des- 
tellos de celeste luz, revistiéndose toda su 
persona de augusta magestad. 

Y era que fundíale en ella la personifica- 
ción de la virtud con todos sus atributos 
angélicos. 

— Admiro tu discernimiento, siendo tan jo- 
ven como yo, — exclamó Blanca — Y más me 
extraña el que parezcas tener conocimiento 
del mundo, siendo así que has vivido siem- 
pre alejada de él, casi en el destierro. Son 
tus palabras, Liceta, tan incontestables, que 
ningún pensamiento acude a mi mente para 
replicarlas. Son verdades ¡ay! que las siente 
mi corazón, sil 

— No te extrañe mi modo de pensar. He 
leído mucho, pero libros buenos, que en- 
señan a vivir, y no á soñar; que reprodu- 




LoLa LARROSA Í)E a>IsaL5o 



50 

cen fielmente 1( s hechos reales de la vida, 
y no mundos imposibles; libros que mues- 
tran el mal y el remedio para rombal irlo, y 
no oculta el vicio bajo dorada capa pora 
engaño de la juventud. 

De mi madre querida fue la elección de 
mis libros, y, aleccionada en la escuela de 
su cariño, y alimentado mi cerebro con los 
consejos de esos libros, mis buenos amigos, 
aprendí á ser feliz 1 Es decir: á ser buena. 
Porque no sebes tú cuánta es la benéfica 
influencia que ejerce en el corazón de la 
mujer la lectura buena, y los desasirás que 
le ocasionan los libros que están reñidos 
con las puras costumbres. 

La lectura de obras inmorales puede la- 
brar nuestra desventura, de igual modo que 
los libros buenos nos enseñan el camino 
del bien. Y no es solo á la mujer á quien 
alcanza tan perniciosa influencia. Los jóve- 
nes, que comienzan á ser hombres, edad 
delicadísima y llena de peligros, están muy 
expuestos á perder la pureza de sus senti- 
mientos, si por desgracia se aficionan á las 
lecturas inmorales. Porque despiértense en 
su alma apetitos insanos, y ya no hallan 
placer en los goces honestos, y como la pu- 
reza del pensamiento es el reflejo de la vir- 




LOS ESPOSOS 



51 



lud, empañado aquel, el alma no ríe con 
la risa franca de la alegría y de la felicidad, 
sinó que sombría y temerosa, busca siempre 
la sombra para ocultar su fealdad, llegando 
así á encenagarse en el vicio, y destruyen- 
do, de este modo, toda una existencia, que 
pudo ser gloriosa y llena de explendores. 

— Ah! — profirió Blanca — Yo no tuve, como 
tú, quien eligiera mis primeras lecturas! 
Mi mente soñadora, alimentada por malos 
libros, se forjó mundos á su capricho, y mi 
imaginación impresionabilísima y las leyen- 
das románticas acabaron de decidir de mi 
suerte! Vano es que piense en mis errores y 
que llameen mi auxilio la razón; un algo 
muy poderoso, una fuerza desconocida, do- 
mina todo mi ser; será quizá mi voluntad ne- 
gativa para todo lo que sea deberes áridos, 
ó vulgares faenas; y que, seducida, como la 
mariposa, por el explendorde la luz, quiera 
buscar mi muerte allí donde espero hallar la 
vida! ¡Ay...! Liceta querida, cuán desgraciada 
soy!... 

El llanto y la congoja impidieron seguir 
hablando á la infeliz. 

En medio de aquellas ideas, Liceta esperó 
en vano un solo acento que revelase propó- 
sito de enmienda. 




52 LOLA LARROSA DE ANSALDO 

La luz del arrepentimiento no penetraba 
en su alma, y Liceta, que ansiaba tanto bien 
para su amiga como para sí misma, viéndo- 
la dispuesta á partir, quiere decirla algo 
mée aún, que deje dolorosa huella en su pe- 
cho. Quizá así lograse apartarla dé la pen- 
diente del precipicio. 

La tarde declinaba. 

Las dos amigas abandonan la casa, y se 
detienen en la puerta de salida, bajo el em- 
parrado. 

— ¡Adiós, Blanca! — murmura Liceta, estre- 
chándole la mano y mirándola con cariño- 
so interés— No olvides'mis consejos, hijos de 
mi buen deseo, por tu dicha; junto á tu es- 
poso te sorprenderán los años y las enfer- 
medades, sin que su afecto varíe. Por el 
contrario, los hijos anudarán más y más el 
lazo que os une; porque la santidad del ma- 
trimonio es tan grande, Blanca, que en él 
se purifican todos los pensamientos. 

Oye más. 

La insensata que se echa sobre los hom- 
bros el vergonzoso manto del adulterio, no 
tarda en verlo convertido en capa de plomo; 
porque el hombre que te indujo á olvidar 
tus deberes, será el primero, fatigado de tu 
posesión, en enros'rarte tu falto, y no solo 




LOS ESPOSOS 



53 



esto, si que también, dolorida y quebranta- 
da por tus culpas, se marchitará pronto tu 
lozana juventud y tu belleza, y el seductor 
huirá de tí, porque solo buscó tu hermosura, 
de la cual nada quedará. 

Si hubiera querido hallar en tí las prendas 
del alma, ¿las habría encontrado? ¿Puede 
poseerlas quien, como tú, sumerje en la de- 
solación á un buen esposo, y desprecia los 
deberes impuestos por Dios? Dura es mi pala- 
bra, pero cierta. 

Abandonada de todos, y con el peso enor- 
me de tu conciencia por haber labrado la des- 
dicha de un hombre-noble y generoso, todo 
amor y sinceridad, ¿dónde irías á esconder 
tu vergüenza y tu deshonra? 

Enferma del alma y del cuerpo, no podrás 
ni defenderte de los rigores del frío y del 
hambre con el recurso del trabajo, á que no 
estás habituada, y no te quedará otro refugio 
que el de la mendicidad. 

Ahí Bien sabes tú lo que les espera á las 
infelices que van implorando socorro de 
puerta en puerta, sin familia, sin hogar, 
solas y desvalidas: infortunio tremendo! 

Solas y olvidadas, allá en el oscuro rincón 
de un portal, ó tiradas en medio de la calle, 
las recoge la caridad pública, y van á exha- 




51 



LOLA LARROSA DE ANSALDO 



lar - su último suspiro en el desierto lecho 
de un hospital! 

Esto, por lo que toca á la que falta á sus 
deberes, que, volviendo los ojos al mancilla- 
do esposo, vemos otro cuadro de dolor. 

Piénsalo bien! Un esposo que ama A su 
compañera con delirio, que en ella cifra to- 
da su ventura, que sueña con bienes, solo 
por ella y para ella; y de la noche A la ma- 
ñana, ve que esa mujer, que él creía toda 
suya, le abandona, no le quiere, pues se va 
con otro hombre, olvidándolo todo, todo, por 
las mentidas caricias de un seductor. ¿Com- 
prenderás tú el dolor de ese esposo, su de- 
sesperación sin nombre, viéndose desgra- 
ciado para siempre, deshecho su hogar, que 
antes era recinto de su dicha, y hoy le ofre- 
ce el espectáculo de su deshonra? Verterá 
lágrimas amarguísimas, lágrimas que nadie 
recogerá, porque está ¡solo! abatido, y enfer- 
mo de pesadumbres, no tendrá un pecho ca- 
riñoso en donde él pueda reposar la frente 
ardores i por la fiebre, ¡ay! y quizá exhale 
el último suspiro, allí desamparado, nom- 
brando á la pérfida que, en aquellos ins- 
tantes, posible es que, en brazos del seduc- 
tor ría y goce, sin turbarle el recuerdo de 
su infamia! 




LOS ESPOSOS 



55 



Liceta terminó su penoso discurso, ane- 
gada en llanto, y, atrayendo junto á su seno 
á Blanca, la besó con ternura infinita. 

Ksta, con la palidez de la muerte, estrechó 
contra su pecho, convulsivamente, una y 
más veces á su amiga, y luego se alejó rápi- 
damente, como si huyera, perdiéndose presto 
por entre la espesa arboleda. 




LOLA LAR ROSA bE ANSAl.bO 



5G 



III. 

i Paloma y 0avj¡,án 

A medida que la resistencia de Liceta era 
más tenaz, aumentaban las acechanzas y 
persecuciones de don Manuel. El pensaba 
que la mujer, siendo débil y compasiva por 
naturaleza, era fácil de vencer, por medio 
del amor rendido y fino, y, en es a inteli- 
gencia, decíase á sí mismo: 

—Si mi fortuna no la seduce, ni mi per- 
sona la impresiono, vencerá á su corazón la 
constancia de mi cariño y amoroso que- 
branto. 

La mujer es naturalmente agradecido, y 
el diablillo de la vanidad terminará mi 
obra. 

Liceta! Liceta! tú amas infinitamente á tu 
esposo, y te crees fuerte é invencible. Pero 
yo me burlaré de tu encastillada virtud. 

Una tarde, bordando Liceta junto á la 
ventano, sorprendióle el rumor de pasos 
cautelosos que dirigíanse hacíala puerta de 




LOS ESPOSOS 



57 



entrada. Inquieta incesantemente, desde que 
el dueño del molino había dado en perse- 
guirla, corrió hasta la puerta, y, á pocos 
pasos de ella, vio á don Manuel, que, ele- 
gantemente vestido con troje de montar, 
agitaba en la mano un pequeño látigo, 
mientras que, con ternura, sonreía á la 
joven. 

Liceta se turbó, bajó los ojos, y, encen- 
dida como la grana, salió déla casa, creyén- 
dose más segura fuera de ella, yfuéá sen- 
tarse en un banco rústico, que á poco trecho 
había. 

Allí continuó su'Tabor, aparentando no 
darse cuenta de la presencia de su astuto 
perseguidor. 

—Siempre hermosa y siempre esquiva! — 
murmuró éste, sin atreverse á aproximarse á 
la joven, por temor de que rehuyera su pre- 
sencia. 

Liceta, silenciosa, echó una mirada en 
torno del molino. 

— Sí,— prosiguió Nélter, siguiendo la di- 
rección de los ojos de su víctima— allí está el 
feliz Henrv. ¡Cuánto no diera V. por no ver- 
le sufrir! ¿Verdad? 

— Mi vida entera! — murmuró la joven con 
vivísima expresión. 




58 



LOLA I. ARROSA DE ANSALDO 



— Y siendo V. un ángel, se complace en 
verme padecer! Licetn! ¿por qué se muestra 
V. ton desdeñosa, si, tarde ó temprano, se- 
rá V. mía? 

— ¡Calle V.! Si un resto de dignidad (pie- 
da aún en su pecho, respete V. mi dolor al 
verme así ultrajada! 

— ¿Es ultraje mi cariño? 

—No quiero oirle, don Manuel! Sus pala- 
bras me ofenden. No sé qué mal pude haber- 
le causado va, para que V. se goce en mi 
daño. Porque V., por demás comprende que 
me hace sufrir infinitamente. 

— Mal me hizo V. desde que cruzó ante 
mi vista. Sus encantos me trastornaron, y 
desde entonces solo para V. y por V. vivo. 
¿Qué daño hay en que yo la adore? La única 
culpa existe en V., que no quiere correspon- 
derme. Pero ¡cuidado señora! Es terrible ju- 
gar con fuego.... 

— Basta, basto! Selle V. el labio!— dijo 
Liceta; y altiva y fría, se dirigió á su casa 
con ánimo de encerrarse en ella; pero, vien- 
do que don Manuel se disponía á seguirla, 
retrocedió, ydíjole: 

—¿De qué manera he de decirle á Vd. 
que su presencióme causa espanto? 

—¿Tan feo le parezco á V.?— repuso Nél- 




Los Esposoá 



59 



ter, sonriendo maliciosamente— ¿O es que 
teme Y. no ser bastante mala para conmi- 
go? La mujer que se siente buena, no puede 
permanecer insensible ante la desesperación 
de un hombre, cuyo único delito es amarla 
con locura! ¿O teme V. al deber? Este es un 
fantasma importuno cuando el corazón des- 
fallece de amor. La vida es breve, Liceta! 
¿por qué no disfrutar de sus prerogativas? 
Yo puedo brindarle placeres, por V. jamás 
soñados. Liceta! Liceta! Liceta! Esa frente 
hermosísima, esos ojos divinos, todo, toda 
su espléndida y bellísima persona la quiero 
yo para mí, para mí solo!.. ..¡Ámeme V. por 
piedad!... 

— Mi amor es todo, todo para Henry, para 
el esposo de mi olmo, mi fiel compañero, el 
dueño de todo misér! — exclamó Liceta, cru- 
zando las manos sobre el pecho, interesan- 
tísima en su actitud, y llorando con la explo- 
sión de la más honda pena, al ver asediado 
aquel inmenso cariño de su alma, que á ella 
parecíale poco para consagrarlo todo al hom- 
bre elegido de su corazón. 

Frunció el ceño Nélter, y airado, como 
Júpiter exclamó: 

— ¿Es así como V. corresponde, señora, á 
cuantos favores he dispensado á su marido? 




60 



LOLA LAR ROSA DE ANSALDO 



— Y pensaba V. acaso que iba yoá pagarle 
deudas de gratitud con mi propia honra? — 
dijo Liceta, despreciativa ante la vulgaridad 
de Nélter. 

— ¡Por Dios, Liceta! — exclamó el tai- 
mado, acercándose á la joven cautelosa- 
mente — La amo ó V. tanto como la estimo. 
Mi pasión me hace olvidar que V. tiene de- 
beres ineludibles que cumplir. Pero el amor 
no razona, y es por eso que voy tras de 
V., buscando aunque tan solo sea una mi- 
rada compasiva....! Nunca pensé en ofre- 
cerle mi fortuna, porque V. no es de ks 
mujeres que se venden, y porque mi amor 
es tan grande, que sería una injuria para 
mí mismo hacer á V. tan. menguada propo- 
sición. Yo amo á V., no solo por su belleza 
extraordinaria, si que tembién por las bon- 
dades de su alma, comparable á ninguna 
otra! 

Pero escuche V. Liceta! 

Si hoy soy bueno, porque llena mi cora- 
zón el cariño grande que V. me inspira, 
también es cierto que esta misma pasión, 

una vez distanciada, podrá conducirme 

no sé hasta donde! Pero si me arrastrase 
hasta el crimen, V. sería la única responso- 




LOS ES rosos 



G1 



ble, la única causa de cuanto pudiera acon- 
tecer. Sil V. tendrá la culpa.... 

-¿Culpa yo de su sola culpa? V. no está 
en su juicio. La mujer honrada, que ama á 
su esposo y defiende su virtud.... 

— No prosiga V. Liceta. Su fe ciega y su 
amor s’.n límites caerán por tierra el día que 
V. sepa que su marido lees infiel. Su dolor 
será grande, pensando en mi cariño, á V. 
sola consagrado, y por V. vilipendiado. 

Liceta sin inmutarse, repuso con sobera- 
no desprecio: 

— Es infame lo que _ está V. fraguando en 
perjuicio mío! jQué lujo de crueldad. Dios 
Misericordioso! 

Henry vive solo paro mí, como yo suspiro 
únicamente para él! Y aún cuando llegase 
el caso pérfidamente supuesto por V., ja- 
más echaría yo de menos el amor de V., 
mengua de mi más caro sentimiento: el sen- 
timiento de mi honor. 

—¿Y qué haría V. olvidada por Henry? — 
preguntóle complaciéndose en el daño que 
causaba á su víctima, y revelando su sem- 
blante claros signos de la cólera que pugna- 
ba por estallar en su pecho. 

— ¿Qué haría? — murmuró Liceta cada vez 
más quebrantada — Sufriría en silencio, co- 




62 LOLA LÁnROSA DÉ ANSAÉDÓ 

mo cuadra ó la mujer que respeta su propia 
dignidad, guardando en lo más íntimo de mi 
alma, más avara que nunca, la esencia in- 
mortal de mi amor, de ese amor que con los 
azahares de mi corona de virgen, perfumó el 
altar de mi castidad de esposa! 

— El despecho y la ira la empujarían á Y. 
á buscar venganza... . 

— Entonces.. ..¡pobre de mí si tal hiciera! 
Perdida la alegría del alma, perdería tam- 
bién la paz de la conciencia, y en mi dolor 
no me quedaría más refugio que el de la 
eterna vergüenza, ni más esperanza que la 
de la muerte. Ah, no! No soy de las muje- 
res á quienes el despecho hace vender sus 
caricias. Me respeto tanto cuanto amo ó mi 
esposo, y ojalá todas las de mi sexo, supie- 
ran penetrarse de la inmensa dicha que en- 
cierra en sí, la felicidad en la jurada fe con- 
yugal! 

Y viendo que su interlocutor callaba, 
con la voz aún vibrante de congojas pro- 
siguió: 

— ¿No tiene V. nada más que agregar 
para tortura de mi olma? 

— ¿Quiere Y. la guerra, cuando yola brin- 
do con la armonía y la felicidad? ¡Cúmplase 
su voluntad! 




LOS ESPOSOS 



63 



— No quiero guerra! Quiero simple y lla- 
namente que V. me deje en paz, que respe- 
te V. mi estado, y en cambio daréá V. la 
gratitud de mi alma...! 

— Gracias, señora! — exclamó con ironía. 

Y echando hacia atras el cabello con ma- 
no crispada, con la palidez de la rabia en 
el semblante, y haciendo un aivo completo 
del látigo que hasta entonces le había ser- 
vido de juguete entre las manos, clavó sus 
ojos en Liceta, y. con la satisfacción de la 
crueldad pintada en su rostro, dijo a la jo- 
ven, ya amedrentadajie su actitud amena- 
zadora. 

— V. sabe cómo está el país. No haf 
trabajo para la clase proletaria... 

— Sí, ya lo sé— profirió la joven, sin com- 
prender á dónde iría á parar su interlo 
cutor. 

— Se considera feliz hoy el pobre que tiene 
un pan y un rincón donde guarecerse. Yo 
desearé que á V. y á su esposo no les falte.... 

— No comprendo.... 

— Desde mañana, Henrv buscará trabajo 
en otra parte. 

Liceta púsose intensamente pálida, y sus 
labios temblaron, pero hizo un esfuerzo, y se 
mantuvo erguida v fría, 




64 



LOLA LARROSA DE ANSALDO 



Nélter, como el espíritu del mal, altivo en 
aquel instante, parecía más gallardo que 
nunca. Su apostura era elegantísima; el irre- 
prochable traje que vestía dibujaba su arro- 
gante figura, su rostro de una belleza fuerte 
y varonil, iluminada por una alegría satáni- 
ca, prestábale peligroso atractivo. 

Miró largamente á Liceta, y luego, con po- 
so tardo, fué alejándose, mientras que, con 
su látigo, castigaba las flores y hierbecillas 
que hallaba á su poso. 




LOS ESPOSOS 



65 



IY. 

Juchas 

Transcurrieron algunos días desde aquel 
en que don Manuel hablara por última vez 
con Liceta, y nada nuevo aconteció, ni en 
el molino, ni en casa de Silver. 

Sin embargo, llegó bien pronto el día en 
que, después de haber salido Henry para el 
trabajo, no tardó en regresará su casa, lle- 
nando de zozobra á Liceta, que notó en el 
semblante de su esposo inequívocas huellas 
de mal comprimido dolor. 

— ¿Qué te pasa? ¿Por qué vienes triste?¿Es- 
tás enfermo, mi Henry querido? ¿Qué te su- 
cede? ¡Por Dios, dímelo de una vez!— inte- 
rrogóle con cariñoso afán, olvidada ya Lice- 
ta de la amenaza de don Manuel. 

— Sociégate. Estoy bueno. Nada nada 

ocurre.... 

— Túrne ocultas algo, Henry! Yo leo en 
tus ojos, que son mi luz! Mírame, mírame, 
si nada tienes! 




66 



LOLA LARROSA DE ANSALDO 



— Pero, mujer...! 

— Henrv de mi alma! 

— Liceta mía! 

La mirada de él, al posarse en la de su 
esposa, reveló claramente su honda pena. 

— Vaya, vaya, hija mía — exclamó, rete- 
niendo contra su pecho la adorable cabeza 
de su mujer — No llores! ¿Así quieres alen- 
tarme? No ves que tus lágrimas me causan 
pesadumbre infinita? 

— ¡Henrv mío! — solo pudo balbucear la 
pobre joven, pues repentinamente recordó la 
amenaza de don Manuel, y al ver la trans- 
formación operada en el aspecto de su es- 
poso, comprendió que aquella había sido 
cumplida fatalmente. 

— ¡Valor, mi Liceta! ¡Dios está con noso- 
tros! ¿No ves tú cuan hermoso é inmensa- 
mente grande es el cariño que nos une? Pues 
él será el escudo de nuestros males. 

D. Manuel es muy bueno, Liceta mía; pe- 
ro sospecho que le va mal en sus negocios: 
agóbianle serios compromisos. Y, aunque 
con gesto contrariado, pues siempre manifes- 
tó decidido empeño en protegernos, me ha 
dicho hoy que yo no puede seguir dándome 
trabajo. Dice que venderá el molino y otros 
propiedades; que sacrificará una parte de 




I OS KS POSOS 



G7 



sus bienes para salvar el resto. Pero, me ha 
dado hermosas esperanzas para el porvenir; 
dice que si realiza un importantísimo nego- 
cio que trae entre manos volveré yo á tener 
trabajo cerca de él; pero de otra magnitud, 
pues seré nada menos que su socio. Ve tú, 
cuánta bondad la de su alma! Y me pidió 
con insistencia que te hiciera presente d tí 
este su vivo deseo. 

— Alma noble! — pensó Liceta, mirando con 
doloroso ternura á su esposo — ¡Si tú conocie- 
ras el fondo vil del que llamas nuestro pro- 
tector!... 

! Ay! {Quiera el cíelo que siempre ignores 
por qué ese hombre nos deja hoy sin pan! 

— Alma mía! — pensaba á su vez Henry, 
acariciando con su mirada la mirada triste 
de Liceta — Por ahorrarte á tí una sola hora 
de amarguras, sacrificaría mi vida, si este 
sacrificio no aumentara tu quebranto. ¿Qué 
has hecho tú pobre niña, para verter lágri- 
mas amargos? ¡Dios calme mi tormento para 
poder velar por tí! 

En vano pretende Silver ocultar su dolor, 
que se muestra más potente que su volun- 
tad, pues no se le ocultan las inquietudes 
que le guarda el porvenir. 




G8 loi.a La Ritos a de aSísa i.bó 

Desde que vino á América, trabajó segui- 
damente con don Manuel. 

Ahora se ve aislado, al separarse de él. No 
tiene relaciones. El estado económico actual 
del país le asegura días amargos de in- 
fortunio. Son muchos los lamentos que 
de continuo oye por falta absoluta de traba- 
jo y de pan. 

Eleva al cielo sus ojos, y su fe y su espe- 
ranza puestas en la Divina Providencia le 
dan alientos consoladores. 

Guando los bienes de la tierra huyen de 
nosotros, siempre los ojos se tornan al cié. 
lo, porque allí está la fuente santa de los con- 
suelos humanos. 

—Dios no nos abandonará, querido Henry 
— murmura Liceta, posando sus brazos amo- 
rosamente sobre los hombros de su marido 
— Ya encontrarás trabajo, y mientras tanto, 
tócame á mí velar por el sostén de nuestro 
hogar. Coseré, bordaré, haré flores y todas 
las labores que aprendí de mi santo madre. 
Ya verás tú cómo vuelve á brillaren tu no- 
ble frente la calma de tu pecho. 

Henry la abrazó conmovido, exclamando: 

— ¡Trabajar tú, mi amor! Ah, no! Enfer- 
marías... .¡Dios mío! Solo pensarlo me estre- 
mece! Faltaríame entonces el valor para ha- 




LOS ESPOSOS 



69 



cer frente á la adversidad, valor que hoy ne- 
cesito más que nunca. La lucha por la vida 
es para nosotros los fuertes; tú, alma mía, 
serás solo para velar por la dicha del hogar, 
déjamelas rudas faenas del trabajo, troca- 
das en flores para mí, porque con ellas te 
doy el bienestar. 

— Nos estamos afligiendo en tonto — exclamó 
Liceta, afectando alegría— Quizá hoy mismo 
halles donde emplear tu actividad, y con me- 
jor provecho que hasta hoy. 

— No digas eso. Mejor que aquí en ningu- 
na parte nos hallaremos. Otro hombre tan 
bueno como don Manuel, no le hemos de 
encontrar. Tan noble, tan generoso, tan de- 
sinteresado.. ..¡Cuánta violencia causóle ver- 
se obligado á negarme trabajo! Creo que su- 
frí más yo al ver su turbación que él mismo 
Si hubieras visto tú qué pálido y cabizbajo 
estaba cuando me lo comunicó... .Ni siquiera 
se animó á mirarme á la cara. 

— Ah! ya lo creo! — pensó Liceta - El mi- 
serable temería que leyeras en sus ojos la 
cobardía de su acción inicua! 

— En fin — prosiguió la esposa en alta voz 
— No pierdas tiempo; anda, ve á Brisamar, 
y que el cielo guíe tus nobles propósitos. 

Y la joven enlazó el cuello de su esposo 




70 



LOLA LAftROSA DÉ ANSALDO 



con sus amantes brazos, y, llena de fe y de 
confianza, dióle alientos, y, con la mirada 
tranquila de sus ojos y la dulzura inefable 
de su palabra, infundióle valor, mientras 
Henry se disponía á ir en busca de traba- 
jo y de techo que les dé abrigo. 

A la tarde de ese mismo día regresó muy 
desanimado. 

No hay trabajo. En vano ha recorrido to- 
do el pueblo. Todos se quejan, pobres y 
ricos de lo anormal de la situación porque 
atraviesa el país, que promete horas inter- 
minables de dura prueba. 

Ha encontrado una pequeña habitación. 
Yense obligados á vender casi todo su redu- 
cido ajuar, reservándose lo más indispen- 
sable. 

Liceta echa su última tristísima mirada so- 
bre sus flores y sus pájaros, y sobre aquellos 
parajes queridos en donde tan feliz vivió 
con su Henrv, y sigue á su esposo, más 
unida á él que nunca, y experimentando en 
el alma secreta alegría al abandonar por 
siempre el molino, teatro de los perfidias 
de su titulado bienhechor. 

Una vez instalados en Brisamor, Henry 
no cesó de buscar trabajo; sus brazos se 
ofrecieron para toda clase de iabor; pero la 




LOS ESPOSOS 



71 



suerte a : rada quiso negarle todo su npoyo. 

Así transcurrieron los días, y viendo ya 
casi agotados los pocos recursos con que 
contaban, asáltale a Henry el pensamiento 
salvador de trasladarse á España, su patria 
nativa, en donde cuenta con amigos leales, 
que le quieren y le prestarán ayuda y protec- 
ción. 

Comunícale esta idea á su esposa, y ella 
nada opone a su determinación. 

Silver tiene mucha sensatez, muy buen 
criterio, mucha prudencia, y sus resolu- 
ciones no pueden ser jamás desacertadas. 

Pero Liceta sufre ~en silencio, allá en el 
fondo de su corazón, pensando en que ha de 
abandonar forzosamente su querida patria 
y alejarse quizá para no volver á verla más. 

En ella se deslizó su niñez; en ella corrie- 
ron sus alegres juveniles dias; en ella co- 
noció y amó á Henry, yen ella, en fin, re- 
posan los mortales restos de sus llorados pa- 
dres! 

Acuden abundantes lágrimas á sus ojos, y 
tra’a de ocultar su pena, queriendo desechar 
sus tristes ideas y los presentimientos que 
agitan su alma atribulada. 

Apesar del grande empeño que la joven 
pone en no revelar su quebranto, su marido 




72 



LOLA LARROSA DE ANSALDO 



lo noto, y redobla los cuidados en su obse- 
quio, respetando el legítimo pesar de su 
mujer. 

Si abnegación hoy en el uno, no la hay 
menos en el otro. 

¡Bendito el matrimonio que así sobe san- 
tificar los caros afectos del almal 

¡Bendita sea la Cruz de Jesús! 

¡Y benditas mil veces sean los flores que 
esparcen su fragancia por entre espinas y 
ei izados zarzales! 

Si Liceta era buena, angelical y tierna, 
Henrynoera menos prudente y valeroso en 
la desgracia, y su carácter apacible no se 
alteraba Tiunca, ni se agriaba siquiera en 
los vicisitudes de la adversidad, como sue- 
le acontecer á algunos, que, cuantas más 
penalidades les ofrece la existencia, más iras- 
cibles se tornan, sembrando en derredor un 
verdadero infierno dé contrariedades y mal- 
diciones. Debe haber poquísima inteligencia 
en estos cerebros cuando tan mal entienden 
el arte de saber vivir, ó tienen acopio de ve- 
neno en el corazón, y quieren, gotaá gota, 
ir filtrándolo en los seres que les rodean. O 
más cierto será, que la dulcísima religión 
de Cristo, no ha penetrado en sus almas, y 
no teniendo fe, ni esperanza, la resignación 




Los ESl’OSOS 



73 



hállase lejísima de ellos, y por esto entré- 
ganse, á una desesperación, rabiosa, que 
solo consigue aumentar sus males, y hacer 
el vacío en torno, porque nadie ama lo que 
es ingrato. 

{Desgraciados seres! Dios tenga compa- 
sión de ellos! 

Como el acero, el corazón de Henry se 
templaba al fuego abrasador de las desdi- 
chas, y anidaba en su alma la resignación 
santa de la fé cristiana. 

Pero, si era fuerte en la desgracia pora sí 
mismo» arredrábale la idea de las desven- 
turas que pudieran caer sobre lábrente de 
Liceta. Y por esta razón, tornábase de ani- 
moso en pusilánime, pensando en los peli- 
gros que pudieran amenazarla. 

Cuando después de recorrerlo todo, volvió 
junto á su amada, sin una esperanza conso- 
ladora, la desolación y la amargura hicie- 
ron presa de su alma. 

Liceta era el ser más íntimo y más que- 
rido de su corazón. En ella estaban refun- 
didos todos sus deseos, todas sus aspira- 
ciones, y cifrados todos sus afectos y todas 
sus alegrías: Y ella era su pensamiento li- 
jo, el latido constante de su pecho. 

Aquel lago tranquilo — pensaba él — de 




n 



LOLA lArrosa bfc ansalDo 



aguas cristalinas, no debía ser nunca entur- 
bia lo por los despojos que el mundo arro- 
ja de sí. No, y mil veces nol El necesitaba 
imperiosamente mirarse siempre bueno y 
siempre noble en el diáfano espejo, de esas 
aguas, queeran el reflejo fiel del alma purí- 
sima de su Liceta, alma hondadosa, sin eno- 
jos, sin rencores, siempre plácida y serena, 
como alborada de primavera. 

Mientras tanto, don Manuel, cínicamente 
osado, dió en visitar la nueva vivienda dé 
los esposos. 

Henry desde el primer momento, recibió- 
le con muestras visibles de gratitud é ingé- 
nua alegría, probándole así al seductor ale- 
ve su ignorancia en los infames proyectos 
que fraguaba. 

Liceta, fría é indiferente, no se dignaba 
ni mirar á su cruel perseguidor, irritándo- 
le más con su reserva y despreciativo silen- 
cio. 

Henry, ageno á la secreta lucha que sos- 
tenía su pobre mujer, no paraba mientes en 
la actitud observada por ella. 

D. Manuel suplicaba obstinadamente, y 
se valia de todos los medios que le sugería 
su perfidia, para conquistar el cariño de 
Liceta. Y pareciéndole ya fácil rendirla á 




LOS ESPOSOS 



75 

discreción, pues llegó á pensar que su frial- 
dad no era otra cosaque despecho, ofrecióle 
fortuna y también cuantiosos bienes para 
Henrv, ó título de su reconocimiento por la 
honradez y rectitud délos esposos, observa- 
da durante el tiempo que estuvieron á su 
servicio. No echó de ver el malsín lo dis- 
paratado de su oferta, después del paso da- 
do, y que es fenomenal, que los trabajos 
de la honradez se premien, así, de aquella 
manera, con dádibas tan espléndidas, y con 
desprendimientos tales de quien dice hallar- 
se muy atrasado en sus haberes. 

Liceta, altiva y más digna que nunca, res- 
pondióle que su marido no ambicionaba 
otro caudal que el de su propia honra, y que 
en cuanto á ella, considerábase muy rica 
con el amor inmenso de su esposo. 

La tenacidad de la joven servía de pode- 
roso incentivo á, la pasión torpe de Nélter. 

Este, ante lo irrealizable de sus deseos, 
exasperado, ardiendo en cólera, amenazó á 
Liceta; pero ella, segura de sí misma, con- 
testó á la amenaza con una sonrisa tan gla- 
cial, que Nélter, lívido de rabia, salió de la 
cosa, llevando el infierno dentro del pecho. 

En su hueca vanidad, no concebía cómo 
Liceta podía mostrarse inconmovible, en 




76 LOLA LARÍIOSA DE ANSAI.DO 

presencia de las circunstancias tristes que 
la rodeaban. Más de una vez miróse al es- 
pejo, y comparó su figura con la del esposo 
á quien pretendía burlar. 

Era bien marcado el contraste, desfavora- 
ble del todo para Henrv. 

Este había enflaquecido notablemente, y 
aunque tenía dos años menos que Nélter, 
parecía llevarle, por lo menos, ocho. 

Dijimos al principio que veíanse algunas 
canas en sus cabellos oscuros. 

Hoy habían aumentado, porque no hay na- 
da que envejezca más, que esa lucha deses- 
perante, esa batalla cruda, que se libra con- 
tra la adversidad. En Henrv se veía la prue- 
ba evidente. 

Sus ojos conservaban aún todo el vigor 
de la vida; peró estaban hundidos, y sus 
pómulos marcados, dáhanle aspecto de en- 
fermizo y envejecido. La expresión dulce y 
noble de su semblante era lo único que man- 
teníase inalterable. 

Las torturas del alma aniquilan el físico 
hasta destruirlo. 

¡Oh! deleznable materia! Cuanto más be- 
llo es tu ropaje tanto más efímera es tu du- 
ración! 

Pero ¡cuánto gana el alma en esa titánica 




LOS ESPOSOS 



(*•* 

< / 

lucho, y cuanta envidiable hermosura ad- 
quiere su impalpable esencial Esto acontece 
cuando el espíritu se cierne muy alto, y no 
abate su vuelo el soplo abrasador de las 
desgracias. El alma cristiana se retempla 
más y más, á medida que el infortunio deja 
sentir sus terribles efectos. 

En don Manuel también habíase operado 
un cambio; pero, lejos de afearle su perso- 
na había adquirido más atractr o. 

Algo más delgado, presentábase más es- 
belta y airosa su figura. Una acentuada pa- 
lidez revestía sus facciones, resaltando en 
ellas las ojeras que~el insonnio había pro- 
ducido. La barba judáica que usaba de or- 
dinario, más corta que antes, dábale aspecto 
juvenil, y sus ojos, de mirada suave, apa- 
recían hoy rebosantes de vida y deseos. Y 
era, que á ellos asomaba la pasión que por 
Liceta abrasaba su pecho. 

Vestía más irreprochablemente que nunca, 
y complacíase en realzar su natural elegan- 
cia, pensando que Liceta no podía mostrarse 
insensible por más tiempo. 

Pero la última negativa de Liceta habíalo 
conducido á la desesperación. 

¿Cómo podía aquella mujer vacilar entre 
Henry y don Manuel Nélter? Aquel, pobre, 




78 



LOLA LAnnOSA DE ANSALDO 



demacrado, á causa de los estragos de la 
miseria. Este, lleno de riqueza, de salud y 
de vida, con todos los atractivos de la belle- 
za varonil, y brindándole á todas horas un 
amor grande, vehemente, que por fuerza te- 
nía que halagar su vanidad de mujer.... 

Esto pensaba Nélter, y mientras más ca- 
vilaba más hondo era su despecho. 

— Oh! — murmuró por fin — En este juego 
de afectos, no está solo empeñada mi pasión, 
sí que también mi orgullo y mi amor pro- 
pio ofendidos....¡Vive Dios! Esa mujer no 
se hurlará de mí, y yo le probaré lo que valgo 
como hombre y como amante. 

Y luego, dando otrogiro á sus pensamien- 
tos prosiguió: 

— ¿Será su resistencia estudiada para des- 
pertar más mi codicia? No, no! Los deste- 
llos de su virtud irradian en sus ojos be- 
llos. ¡Y, cuánto más hermosa la contemplo 
ahora, desde que la miseria llamó á sus puer- 
tas con su mano descarnada! Qué pena tan 
grande me produce el sufrimiento de esa 
mujer tan querida! Pero hay que sitiar la 
plaza por hambre. ...Sin embargo, no cede..! 
Suerte negra la mía! Y ese repentino viaje 
á Europa. ...sin recursos*... Yo me mareo.... 
Dios los protéje, y es posible que puedan 




iós Esposos 



79 



partir ni viejo mundo... .Y yo, ¿qué me ha- 
go?. ...Ah! que idea tan luminosa! — gritó de 
repente, dándose una palmada en la cabe- 
za — ¡Eliminemos al marido! Esto es: ¡qui- 
témosle de enmedio! 




FO 



LOLA LARDOSA DE ANSALbO 



y. 

¡Preiszntjm juntos 

Corría el mes de Junio, y densos fríos 
dejábanse sentir. 

Era al caer la tarde de un día nebuloso. 

Penetremos en la habitación de los espo- 
sos Silver. 

El cuarto es reducido, y no se vé más 
ajuar que una mísera cama, dos sillas, una 
mesa y una pequeña alacena. 

Liceta cose junto á la mesa, y á su lado 
está Henry con la mirada abstraída, fija en 
la costura de su esposa. 

Una temperatura desconsDlodora déjase 
sentir en aquella pieza desmantelada, y en- 
trambos, ateridos de frío, se extremecen de 
vez en cuando. Tanto el uno como el otro 
carecen de abrigo; sus ropas son de ligera 
telo, remendada en mil partes por la mano 
hacendosa de Liceta. Las mejores prendas 
que tenían los han vendido para poder co- 
mer. ¡Comerá Oh! prosa y miseria de la vida! 




Los ksí'osós 



81 

Lo debilidad de sus estómagos acrece el 
malestar que csperi mentón. Con el poco tra- 
bajo de la joven, apenas alcanza para comer 
frugalmente y para pagar el alquiler del mi- 
serable techo que les cobija. 

— Qué habrá sido de ella! — decía Liceta, 
como reanudando un diálogo interrumpido. 

— Sábelo Dios! — repuso Henry. 

—Infeliz de Blanca! Desgraciado de Car- 
los! __ . 

— Ah! Liceta mía! Ese sí que es infortunio! 
¿Qué importa que sufra el espíritu, y se 
queje el estómago? ¡Felices de nosotros en 
medio de nuestra pobreza! 

— Porque nos amamos, Henry de mi alma 
y porque adelantamos unidos, sin desviar- 
nos de la senda de la moral y del deber. 
Por eso nuestras conciencias viven en dulce 
reposo. 

— Si, tienes razón; nada malo tenemos 
que reprocharnos; pero, cuánto mejor sería, 
Liceta, que, á la honradez de nuestra con- 
ducta, se uniera la holganza de una posición 
feliz! 

— Qué remedio! En el mundo, Henry, todos 
llevan su cruz. La nuestra no es muy pe- 
sada, si la comparamos á la de Carlos y 
Blanca! 




§2 ^ Lola Laérósa dé aNsaLdO 

— Ah! No me nombres esa mujer! Pobre 
Carlos! tan bueno, tan digno, tan . lleno de 
honradez, de confianza, y de ilusiones..! Que 
esa mujer insensata mate su dicha, no se lo 
perdono! 

— Es merecedora de lástima.... compadez- 
cámosla. ...Cuanto más culpable.... 

— Siendo ella tu amiga íntima ¿por qué no 
se miró en el claro espejo de tus virtudes? 

— Henry! 

— Sí! Ojalá todas las mujeres se te pare- 
cieran! Feliz entonces de la humanidad! 

— Bah! Bah! Tú me quieres engreír — ex- 
clamó Liceta, envolviendo á su esposo en una 
mirada de amor y gratitud — Si yo dijera: 
¡Qué felices serían las mujeres, si todos los 
hombres se te parecieran, Henry mío!... 
Entonces sí, que hablaría la razón por mi 
boca. 

— Hola! hola! Lisonjera, mi niña! ¡Qué 
valgo yo al lado tuyo, Liceta de mi vida! 

Los esposos se abrazaron efusivamente, 
y mientras Henry besaba los cabellos de su 
tierna compañera exclamó: 

— ¡Bendita seas tú, que llenas mi existen- 
cia de santos goces, y que, á través de dolo- 
rosas vicisitudes, te muestras siempre seré- 




LOS KS rosos 



8 :> 

na y complaciente, brindándome nsí con la 
paz y la ventura! 

— Henry! No sabes tú con cuánto placer 
te escucho, y cuán inmenso es el caudal de 
mi amor por tí! 

— Bien lo sé, esposa querida! Y tan ciega 
es mi fe, y tan grande mi confianza, que mo- 
riría mil veces antes de dudar t de tu ca- 
riño... 

— Mira, Henry. Cuando contemplo nues- 
tra pobreza, y veo el dulce sosiego que reina 
en nuestro humildísimo hogar, reflexiono, y 
pienso en la felicidad terreno. ¿Cómo hay 
mujeres — me digo — que viven en la opulen- 
cia, halagadas de todo el mundo, siendo be- 
bas y virtuosas, y, sin embargo, siéntense 
hastiadas, haciejido alarde de un descrei- 
miento punible, y adivinándose en sus ros- 
tros secretas huellas de cansancio moral? 

— Alma mía! Facilísima es la respuesta. 
Esas infelices no han cultivado su espíritu. 
Viven solo para las frívolas exigencias de 
la sociedad. Todo cuanto apetecen lo consi- 
guen, porque el oro es la mágica i lave de 
los placeres. No teniendo nadaqueambiciunar 
¿qué anhelos pueden alimentar sus almas? El 
de brillar y brillar siempre, despertando en- 
vidias y rencores. Pero este sentimiento 




LOLA LARROSA DE ANSALDO 



84 

vanidoso poco á poco va marchitando la sa- 
via del corazón, y entonces viene el desenga- 
ño y el cansancio. Abrumada de oír á cada 
instante mentidas frases de admiración, lle- 
ga la mujer ó convertirse en una especie de 
maniquí, vestido á la iiltima moda, y con el 
corazón de corcho! 

— Pero el sentimiento de la maternidad 
debiera operar un cambio consolador. 

— No lo creas, hija mía. Tienen el cora- 
zón enervado. La crianza de los hijos va en- 
comendada á manos mercenarias, porque 
esas madres no están habituadas ó sacrifi- 
car el sueño y pasar malas noches, ni á de- 
tenerse en las mil y mil nimiedades propias 
déla infancia. ¡Qué se diría luego, si lase- 
ñora Z. apareciera en el suntuoso baile con 
los ojos enrojecidos por el cansancio ó el 
insomnio, por consagrarse á sus hijos?.... Es- 
tas madres te serán muy fácil conocerlas, por- 
que siempre están en exposición constante; 
las verás en el teatro, en los paseos, en las 
grandes funciones de iglesia, en las tiendas, 
en todas partes, en fin, menos en donde de- 
bieran estar: en su casa. 

, — Pero, las sagradas obligaciones del ho- 

¡j gar, ¿no están antes que todo? 
g —Quién lo^tída! Pero ellas entienden que 




LOS ESPOSOS 



85 



las exigencias sociales están por encima de 
los deberes ineludibles déla familia. 

— Pero la familia, así abandonada, a mer- 
ced de manos extrañas, ¿qué principios 
de moral y religión puede adquirir? 

— Los adquiridos por las madres, quienes, 
á su vez, los trasmiten á los hijos. Cuando las 
niñas empiezan á ser mujeres, se las adies- 
tra en el arte fácil de la coquetería y del lu- 
jo; se les educa de relumbrón : algo de músi- 
ca, un poco de dibujo y de canto, y otro poco 
del indispensable francés. Y así preparadas, 
quedan en aptitud de poder figurar en la 
ñor y nata de la aristocracia del dinero. Pen- 
sar en el porvenir de la que ha de ser espo- 
sa y madre, yen la educación de sus senti- 
mientos. ...es coso baladí. 

En la edad de las ilusiones y del amor no 
derramarán una sola lágrima en presencia 
del cuadro doloroso de una madre, que, con 
el hijo enfermo en sus brazos, implora la 
caridad pública. Pero, en cambio, la pose- 
sión de un vestido lujoso, ó la promesa de una 
gira campestre, ó de un baile espléndido, 
arrancará á sus labios una exclamación ín- 
tima, y á sus ojos asomará el regocijo del 
alma. 

Semilla perniciosa, que fructifica, por des- 




8G I-OI.A LAR ROSA PK AN SALDO 

gracia, en todas las encumbradas clases so- 
ciales. Ah! cuántos catástrofes acarrea al 
seno de las familias! 

¡Fatal educación! 

A la mujer no le hace maldita la falta 
aprender idiomas, ni música, ni canto, ni 
dibujo, ni montar á caballo. Todo esto es 
simplemente superficial. Ante todo, debe en- 
señársela á ser buena, cristiana, y educárse- 
le pora el hogar y la familia; que aprenda el 
arte difícil de vivir, siguiendo el sendero de 
la honestidad y del amor al trabajo. 

Mucho más hermoso y más útil es zurcir 
medias, que bordar (lores primorosas. Sus 
manos deben habituarse al trabajo corporal; 
porque la mujer ociosa es un peligro cons- 
tante pora la misma sociedad en que vive; 
es una planto parái-ita, que, ni produce, ni 
dejo producir. 

— Henry mío! Cuanto me encanta oirte. 
Bendito sea el trabajo, fuente inagotable de 
todo bien! 

— Bendito sea! Mas no siempre acude 
cuando se le llama, ó se le busca. Tu has 
visto cuántos pasos estériles he dado en de- 
manda de su protección. 

— ¿Vas a desesper r ahora? 




LÓS ESPOSOS 



8? 



—No! Tu querida presencia me da alien- 
tos. ¿Qué fuera de mí sin tí, Liceta amada? 

— Ah! Y yo? y yo, Henry, Henry? — escla- 
mó Liceta repetidamente abrazando á su 
marido — Arrostraré todas las angustias de 
la mala suerte, porque con solo verte, y 
pensar el bien que Dios me depara con tu 
cariño, sabré sobrellevar las penalidades que 
producen las necesidades materiales de 
la vida, sin elementos para satisfacerlas. 

—En algunos momentos — dijo Henry— 
lie pensado pedir dinero prestado á don Ma- 
nuel, para devolvérselo cuando trabaje, pe- 
roja dignidad de la pobreza ha sellado mi 
labio. Ah! por desgracia el que pide, lejos 
de hacerse acreedor á respetuosa conside- 
ración, porque le arrastra á este extremo 
la angustiosa necesidad, merece por todo 
consuelo que se le tema y se le evite como 
al cólera. ¡Están fastidiosa la miseria cuan- 
do pide con el angustioso acento del hambre! 

Algunos golpes dados á 1a puerta, cortaron 
las palabras de Henry. 

Este fué á abrir, mientras Liceta recogía 
su costuro, encendiendo un pequeño quin 
qué, pues ya la noche se venía encima, 

— Muy buenas tardes — dijo el que llama- 
ba, sin penetrar en la vivienda. 




8S 



t.OLA L AR ROSA DE ÁNSALbO 



— Muy buenas — repitió Henry, mirando 
con curiosidad al forastero — ¿Que se, le ofrece, 
buen hombre? 

— ¿Es V. don Henry Sil ver? 

— El mismo. 

— Esta carta — dijo el desconocido, entre- 
gándosela. 

Tomóla Henry, y quiso hacer pasar ni 
mensajero, más este dijo tener prisa, y mien- 
tras esperaba á la puerta, el joven se acercó 
á la mesa y desplegó la carta á la luz de 
lámpara. 

Liceta acercóse también fijando sus ojos 
con insistencia en el semblantedesu esposo. 

Y el rostro de este se iluminó. 

— ¡Liceta mía! — prorumpió— Dios no nos 
desampara! 

D. Mariano, el dueño de la fábrica de pa- 
ños, me llama para darme trabajo. Dice que 
vaya ahora mismo, pues mañana se ausen- 
ta para la Capital. Quizá quiera dejarme á 
cargo del establecimiento, pues él conoce 
bien mi honradez. 

¡Cuánta es mi alegría! Ya se acabaron las 
penas, Liceta! El color de la rosa volverá á 
lucir en tus mejillas; brillará la animación 
y la vida en tus ojos bellos, y yo gozaré con 
la dicha de mi^mujercita! 




LOS ESPOSOS 



89 



Y el esposo estrechó efusivamente á Licc- 
la entre sus brazos y se dispuso para salir. 

—Pero, ¿has de irte ya? 

— Sí! — y, dir’giéndose hacia la puerta ex- 
clamó: 

— Buen hombre! Váyase V.. si quiere, 
que pronto le seguiré. 

Después de coger el sombrero y alzarse el 
cuello del sobretodo, volvió á abrazar á su 
esposa y con cariñoso acento la interrogó. 

— ¡Alma mía!... ¿Por qué lloras?. ..¿No has 
visto ya que se desvanecen las sombras que 
nos rodean? 

— No hagas caso! — murmuró Liceta, tratan- 
do de ocultar su desasosiego y sus lágrimas. 

— Sino quieres que vaya, no iré. 

— Es que.. ..está la noche tan oscura y tan 
fría, y... la fábrica queda tan lejos... 

— En un salto estoy allá. Dentro de dos 
horas, á lo más tardar, me tienes aquí de 
vuelta. Si no fuera, quizá perdiera un 
trabajo que nos aseguraría el pan de ma- 
ñana. 

Los esposos so abrazaron en silencio, y 
Henry se dispuso ñ salir, y al llegar á la 
puerta, volvióse para mirar tiernamente á 
su mujer, y esta corrió hacia él exlrechón- 
doleuna vez más entre sus biazos. 




90 LOLA LARROSA DK ANSAI.DO 

Henrv se desprendió de ellos con amoro- 
sa suavidad, y salió precipitadamente. 

Al perder de vista á su esposó, Liceta 
juntó las manos, y en mística y doloroso 
actitud, elevando al cielo una mirada supli- 
cante, exclamó: 

— Dios mío! Perdóname esta aflicción 
cuando nos abres las puertas de tu misericor- 
dia infinita. 

Y, llevándose las manosal pecho, prosiguió: 

— Tengo el corazón oprimido, y ansioso 
de llorar mucho, mucho! Virgen Santa! — 
gritó, dirigiéndose á una imágen, colocada 
junto al lecho — ¡Haz que Henrv, vuelva fe- 
liz al lado de esta pobre mujer, que tanto le 
quiere! 

Y encendiendo una vela, la colocó sobre 
una silla, ante la imagen de la Virgen, y, 
prosternándose, oró en silencio. 

Mientras tanto, zumbaba fuera el viento, 
la noche había cerrado oscura, tenebrosa, 
y algunas gotas comenzaron ácaer, amena- 
zando fuerte temporal. 

De cuando en cuando oíase el graznido 
de las aves nocturnas, y el lejano ladrido de 
los perros, que, unido al silbido del viento, 
remedaban agudos y prolongados que- 
jidos. 







LOS ESÍ*OSÓS 



91 



YI. 

¡JtfFE&JZ LjlCE^TA! 

— Puede V. entrar, señor; la pobrecita, 
después de tantas noches de rebelde inson- 
nio y de fatiga, ha podido reposar un rato, 
gracias al último medicamento que le propi- 
nó el facultativo. 

Y llevamos veintiocho días de sufrimiento. 

¡Pobre niña! La pérdida de su esposo la 
matará! 

Esto dijo una mujer, de aspecto bondado- 
so y humilde, á don Manuel Nélter, que es- 
taba á la puerta de la casa de Liceta. 

Penetremos nosotros primero, y conten- 
gamos los latidos de nuestros corazones, 
para que no estallen de dolor ante la tre- 
menda desgracia de la infeliz esposa. 

Yace en el lecho. Más que un sér huma- 
no parece una pálida sombra: tal es su de- 
macración. 

¡Y está solo, la pobrecita! 




92 



LOLA LARROSA DE ANSALDO 



Detiénese la pluma sin acertar á trazar 
aquel dolor sin nombre. 

¿Cómo pintar la muerte moral de aquella 
infeliz? 

Tiene los ojos hundidos y apagados, y la 
boca agrandada por la flacura; la nariz per- 
filada, y las sienes hundidas. 

Mira siempre en torno suyo con ojos ex- 
traviados y la amarguísima expresión de su 
boca, arranca llanto al corazón. 

— ¡Ya no tengo lágrimas!— exhala como 
un quejido — ¡Vivo sin aire, sin calor y sin 
luz, porque no tengo la de sus ojos!.... ¡Y 
aún vivo yo!.... ¡Ay de mí....! Ya no le veré 
más!.... Ya no tengo sus caricias!.... ¡Sola! 
Sola en la tierra, sin el apoyo de su dulce 
compañía?.... Privada de su presencia queri- 
da para siempre.... ¡ay, sí, para siempre! Dios 
mío! Dios mío!.. ¡Bajo mis manos siento 
desgarrarle el corazón, y quisiera estrujarlo 
más y más hasta ahogar por completo sus 
latidos....! Dolor inmenso de mi alma, má- 
tame de una vez, que no quiero vivir sincV... 

¡Ay, Henry... Henry de mi vida! Ven!.... 
Ven á mis brazos, que agonizo... me muero... 
sin tí!... 

Y la infeliz transida de dolor, con la rigi- 
dez de la muerte en el semblante, dobló so- 




Los ESPOSO!* 



93 

bre su pecho la cabeza, y roncos sollozos la 
agitaron convulsivamente. 

La buena mujer — su vecina— que la cuida- 
ba, penetró de nuevo en la vivienda, y, al 
verla en aquel doloroso paroxismo, acudió 
á ella presurosa, exclamando: 

— ¡Señoral ¡Por los clavos de Cristo! ¿Vuel- 
ve V. á desesperarse? Ya son veintiocho días 
(jue V. sufre y...! 

— Dolores. Yo no puedo sobrevivir á mi 
esposo... Quiero morir! 

— ¡Valor, señora! — repúsola buena mujer, 
enjugando sus ojos. — El cielo enviará á 
V. resignación. Es necesario no dejarla á 
V. sola para que no se entregue á sus tristes 
cavilaciones, que acabarían por trastornarle 
el juicio. 

Ahí fuera está don Manuel Nélter. ¿Qué 
le digo? 

Liceta se extremcció, y un gesto de inven- 
sible repugnancia desfiguró más aún su 
rostro. 

Ha sido tan bueno para con V. en estos 
días de tribulación prosiguió su interlocuto- 
r — pie he creído que la presencia de ese se- 
ñor la complacería. 

— Bien... sí.,. — repuso la infeliz forza- 
damente. 




94 



LOLA LARROSA DE ANSALDO 



— ¿Le lingo posar? 

Lo joven mo\ióla cabeza afirmativamen- 
te, sin alientos para responder. 

Penetró don Manuel, y, aproximándose 
al lecho, se extremeció mirando á Licetn. 

Esto le acontecía siempre, desde que el 
dolor postró en el lecho á la infeliz esposa. 

— Señora...! — balbuceó. 

La joven con descornado 4 rnzo > indicóle 
que tomara asiento, mientras clavaba en 
Nélter persistente mirada. 

Siguió una pausa prolongada. 

La vecina cosía una pieza de ropa blanca 
en un ángulo de la habitación. Había inten- 
tado alejarse, cuando entró don -Manuel, 
pero Liceta se apresuró á decirle que no es- 
torbaba. 

— Aunque me es muy doloroso — dijo for- 
zadamente Nélter — debo hablar de los pasos 
que he dado respecto de... 

Se detuvo como si las palabras se negasen 
á salir de sus labios. 

Liceta, que, desde la presencia de don Ma- 
nuel, parecía más quebrantada, completó la 
frase de su interlocutor con voz ahogada por 
las lágrimas: 

— Sí, respecto de mi desgraciado esposo! 

— Sí, señoril — agregó Nélter, desviando 




LOS ESPOSOS 



95 



su mirada de los ojos de Liceto — He hecho 
cuanto V. deseaba, y debo darle las gracias 
por haber aceptado mis desinteresados ser- 
vicios, cuando tan de-veras se los ofrecí. 

— Pero.... — dijo Liceta con voz trémula y 
haciendo caso omiso de esto último — ¿No se 
ha podido identificar. ...el cadáver que se 
encontró . ..¿Por qué no me lo mostraron?... 
Ay! sí, porque dicen que tenía desfigura^ 
el rostro.... ¡Dios míof... ¿Quién ha podido 
querer mal á mi esposo, tan bueno, tan ser- 
vicial y tan noble? 

Y Liceta clavó sus ojos nuevamente en 
los de don Manuel; pero viendo que este sos- 
tenía la mirada sin inmutarse, la desvió con 
visibles señales de disgusto. 

— Señora! Ya he dicho á V., y conmigo va- 
rios vecinos, que su esposo no tenía herida 
ninguna. Quizá le sorprendió la muerte.... 
Acaso alguna enfermedad secreta.... 

— No, no señor!... — gimió Liceta — Henrv 
era sano y fuerte... Ay Dios misericordioso! 
qué noche aquella. 

— Señora.... perdone V... pero, ¡por los 
clavos de Cristo! — exclamó la vecina, acer- 
cándose á la joven — No vuelva V. sus pensa- 
miento á entonces... 

— Imposible! Imposible! Si V. hubiese 




96 



LOLA LARROSA DE ANSALDO 



visto mi aflición cuando llamaron á Henry 
de la fábrica de paños...! Pobre esposo mío! 
Tan feliz que se apartó de mi lado!... Ay!.. 
Páseme á rezar luego que hubo salido... El 
corazón me presagiaba una desgracia.... Pa- 
saron horas, y horas y ¡ay! mi Henry no 
parecía! ¡Qué angustias! El corazón salín- 
seme del pecho...! Clareó el día, y antes de 
que asomara, como loca, corrí en dirección 
á la fábrica... llegué... y sin tino pregunté á 
don Mariano por mi esposo, y él, lleno de 
asombro y de dolor, me respondió: 

— Desde hace quince días, que vino en 
busca de trabajo, no le he vuelto á ver 
más... 

La infeliz esposa, al llegar aquí, lanzaba 
oyes desgarradores, oprimiéndose el corazón 
con ámbas manos. 

D. Manuel y la vecina guardaron repetuo- 
so silencio, y mientras ésta lloraba por el 
quebranto de Liceta, aquel, con lívido sem- 
blante, tomó precipitadamente su sombrero 
para salir. 

— Pobre niña! — murmuróla vecina hablan- 
do con Nélter— En aquel momento fatal, en 
que don Mariano dijo que no había visto á 
su esposo, ^cayó como herida por un 
rayo! 




LOS ESPOSOS 



97 



Aperas hace seis días que ha vuelto á la 
vida... La vida!... Ella dice: ¿«de qué me sirve 
sin mi dulce compañero?» jSe querían tan- 
to! Dios tenga compasión de esta infeliz 
criatura! 

Las últimas palabras no las oyó don Ma- 
nuel, porque había salido apresuradamente. 

— Pobre señor! — continuó la vecina — Cuán- 
to le conmueve la desgracia de esta infor- 
tunada niña! 

Desde la fecha de 1a misteriosa muerte de 
Henry, el dueño del molino había cambiado 
notablemente. 

Llamábalo atención su extremada palidez 
y parecía que algo muy grave embargaba 
su espíritu, pues surcaba su frente una lí- 
nea profunda, inequívoca señal de serias y 
constantes ca\ ilaciones. Habíase adelgazado 
mucho, y su mirada adquirió una expresión 
inquieta y recelosa. 

La noticiado la desgracia de Liceta había 
corrido de boca en boca por todo el pueblo. 
Nade más natural, pues, que don Manuel 
aeudiesesolícito en auxilio de la joven. 

Los primeros días, presa Liceta de liebre 
violentísima y de espantoso delirio, no re- 
conoció al dueño del molino, pero, cuando 
el mal cedió, la presencio de Nélter hízole el 




98 LOLA LARROSA DE ANSALDO 

efecto de una herida recibida en el pecho. 

En vano don Manuel redobla su solicitud 
respetuosa, lamentando á la par de todos el 
fin desgraciado de Henry; la prevención de la 
esposa iba en aumento, y lejos de agradecer 
las atenciones y desvelos de Nélter, hacíase- 
le cada vez más repulsivo, hasta el exlremo 
de hacerle daño su presencia. 

Transcurrieron seis días más. Liceta ha- 
bía abandonado el lecho; pero en un estado 
tal de abatimiento, que el corazón más empe- 
dernido conmovíase á su vista. 

Miraba lodo con tal indiferentismo que 
parecía tener embotada el alma á fuerza de 
tanto sufrir. 

La debilidad la postraba: lento era su paso, 
y su enlutada figura se deslizaba como una 
sombra Sin embargo, cruel irrisión del des- 
tino! La honda pena de todo su ser no había 
podido borrar la prístina belleza de su ros- 
tro. Por el contrario, aquello tristeza suma y 
aquellas huellas profundos, que el sufrimien- 
to habíale impreso en su semblante, pare- 
cían ser el sello del martirio que Dios im- 
primiera en las vírgenes cristianas; pres- 
tó ndole más encantos aún. 

Cada vézmás insoportables hacíansele 1¡ s 
reiteradas visitas de Nélter. 




LOS ESPOSOS 



99 



A su vista encomíasele el corazón, y un 
sentimiento extraño de disgusto y aversión 
hízole concebir la idea de alejarse de Brisa- 
mar. 

— Nada me importa ya mi destino— se de- 
cía — Guiaré mis pasos á donde Dios quiera, 
que muy breves han de ser mis días! 

Y la acongojada joven, aunque muy débil 
todavía, se ocupó de su partida, vendiendo 
sus reducidísimos muebles, en poco más de 
nada, á la vecina que habíala atendido du- 
rante su enfermedad, y, suplicándole reser- 
va respecto de su resolución, no sin que 
aquella llorara por tan inopinada ausencia. 




100 



LOLA LARttOSA t>E ANSALbO 



VII. 



/ V J VE,! 

Llegó la noche de la víspera en que Lice- 
ta debía dejar para siempre aquellos [jara- 
jes, y la infeliz, á solas en su viviendo, llo- 
raba y lloraba sin dar tregua a su dolor. 

¡Cuántas horas felices habíanse desliza Jo 
en aquel cuartito, nido de sus amores castos, 
mudo testigo de su ventura perdida y de su 
dolor sin nombre! 

Ay! Todo había desaparecido. É iba á em- 
prender su peregrinación por el mundo, sin 
una mano compasiva que cerrara sus ojos 
en la suprema hora de su muerte! 

¡Infeliz esposa! 

Y pensando siempre en su Ilenry querido 
é inolvidable, sentía destrozársele el corazón 
y en el estallido de su dolor intenso las fuer- 
zas !e abandonaban. 

En este estado aflictivo de su ánimo, un 
golpe dadp^en la puerta de su vivienda, vino 
á sacarla de su dolorosa abstracción. 




LOS ESPOSOS 



101 



Empujada suavemente aquella, dio pasoá 
Nélter, quien penetró con el sombrero en 
la mano derecha, y un abrigo en el brazo 
izquierdo. 

Su traje, de riguroso luto, y la extremada 
palidez de su rostro, dábanle severo as- 
pecto. 

Miró en torno, y dejando sobre una silla 
abrigo y sombrero corrió hacia la joven, ex- 
clamando: 

— Liceta! Liceta! 

A cs'a voz extremecióse é intentó ponerse 
de pié, pero sus fuerzas se negaron y volvió 
á caer sobre el asiento, diciendo á Nélter con 
palabra casi ininteligible: 

—Hágame V.,la gracia de llamará la ve- 
cina. 

— Voy en seguida: Observo que á V. le 
postra la dibilidad. 

Y así diciendo, se encaminó á una peque- 
ña alhacena: pero no hallando en ella abso- 
lutamente nada, prosiguió: 

—Un poco de vino la fortalecería. Vuelvo 
al instante. 

Salió, y no tardó en regresar. 

— Aquí está el vino. La vecina vendrá 
luego. 

Y al decir esto, cogió una copa y vertien- 




102 



LOLA LAR POSA DE ANSALDO 



do en él un poco de vino con mono trému- 
lo, ofrecióle ó Licela, mientras decia: 

— Esto le hará bien. 

Ella no se resistió á aceptarlo; pero apenas 
lo llevó á los lábios. Sin embargo, sentía ver- 
dadera necesidad de aquel tónico. 

— Apúrelo V. lodo — insistió Nélteren tono 
de súplica 

Bebió entonces más, y devolvió la copa 
en tanto que, molestada á inquieta, diri- 
gía sus miradas hacia la puerta. 

D. Manuel, que observaba con atan á 
la paciente, siguió la dirección de sus ojos 
y se apresuró á decir. 

— Quiere V. que vuelva á llamará la ve- 
cina? 

Pero Liceta, que no quería darle á cono- 
cer que le temía, repuso: 

— No señor... Ya vendrá. 

Y pasándose las manos por la frente, 
prosiguió: 

— Cosa más rara..! Siento una pesadez... 
La vista se me turba — agitadísima — Qué es 
esto?... El sueño se apodera de mí... La... 

Y, luchando con los efectos del sopor, su 
mirada errante choca con la de Nélter, y al 
notar el ufan gozoso de sus ojos, y el ahínco 




LOS ESPOSOS 



103 



con que seguía todos sus movimientos, como 
galvanizada, púsose de pie, gritando: 

— Miserable...! Socorr.... 

No terminó la palabra, y hubiera caído al 
suelo, si su infame interlocutor no la hubie- 
se recibido en sus brazos. 

— ¡Por fin! — exclamó el traidor, mirando 
con espantoso deleite á la inanimada joven. 
— ¡No me ha costado poco trabajo llegar has- 
ta aquí....! ¡Ya eres mía! ¿Qué importa des- 
pués tu resistencia y tu odio? Ya soy dueño 
de tu persona, á pesar tuyo, poseo el tesoro 
de tus encantos que tanto ambicionaba. 

El narcótico ha producido sus efectos. 

La vecina tardaré en volver, pues con el 
dinero que le di se fue, muy contenta y sin 
sospechar nada, á comprar provisiones « pn - 
rala pobrecila , que nada tiene .» 

Liceta, tu orgullo te ha conducido hasta 
el extremo de desearte la muerte por ham- 
breantes quecederámi pasión!.... 

¿Y e7?...¡Ah!... ¡Cállate conciencia, cállate..! 

Liceta! Liceta! Por tí soy capaz de todo.... 
absolutamente de todo! 

Y, levantando en’sus brazos el cuerpo iner- 
te de la infortunada esposa, lo colocó con 
suavidad sobre el canapé, mientras que mur- 
muraba: 




104 



LOLA LARnoSA. DE ANSALDO 



— En breve esteremos muy lejos de aquí. 
Todo está previsto y preparado. Ningún ras- 
tro quedará de nosotros, mujer adorada! 
Iré á esconderte en las entrañas de la tierra, 
si preciso fuera; allí donde solo existamos 
tú y yo! Nada en lo humano podrá arrancar- 
te de mis brazos. 

Ah! Liceta! Liceta! Por tí y solo por tu cul- 
pa nada bueno hay ya en mi ser...! 

La pasión que me inspiras me ha arros- 
trado hasta el abismo...! Te horrorizarías 
si pudieras mirar su negro fondo....! Mas 
nunca lo sabrás....! Te amo hasta el delirio 
y. ...hasta el crimen! 

Y, apartándose rápidamente del canapé, 
acercóse á la ventana dando un agudo sil- 
bido. 

Era sin duda una señal convenida. 

Pero no bien habíala dado, cuando retro- 
cedió con espanto, lanzando un rugido de 
fiera y llevando la diestra á la cintura de 
donde sacó un rewolver. 

En el dintel de la puerta de entrada des- 
tacábase imponente una figura. 

¡Era Henrv! 

Si, Henry en persona, que, pálido y severo, 
avanzó ha^ta colocarse junto al canapé don- 
de yacía Liceta, sin dejar de mirar á Nélter, 




LOS ESPOSOS 



105 



con los brazos cruzados y el semblante rí- 
gido, como la imagen inexorable de la jus- 
ticia. 

Aquellos dos hombres, frente ó frente se 
midieron con la mirada, amenazadores, te- 
rribles. 

Nélter dióun salto de tigre y se abalanzó 
á Henry dispuesto á ultimarle. 

Henry dió un agudo- silbido, y un hombro 
apareció por la puerta. 

Viéndose perdido, Nélter, antes que nadie 
pudiera detenerlo, dió un salto prodigioso 
y huyó por la ventana. 

Esta escena fué muda y rapidísima. 

El hombre que había acudido al silbido de 
Henry saltó tras él, mientras murmuraba: 

—¡Cobarde ladrón de honras! pobre de tí 
si caes en mis manos! Mientras encerrabas 
á Henry con dos carceleros que tenían orden 
de matarlo, pensaste que impunemente po- 
drías robarle la felicidad, gozando tu el pre- 
mio de tus hazañas! Miserable!.... La Provi- 
dencia ha permitido que tus víctimas se vean 
libres; pero, ¡ay de tí!... 

Mientras tanto Henry cogía entre sus bra- 
zos el cuerpo inerte de Liceta, lo cubrió de 
besos delirantes, en tanto que, entre sollo- 
zos y frases llenas de amor, decíale: 




106 



LOLA LAftttOSA fc>fc ANSALdO 



— Esposa de mi alma!.... Lieeta queridísi- 
ma!.. Mi vida!... Mi luz!... Mi amor!... Ay!... 

Y llorando, con el desbordamiento del al- 
ma que por mucho tiempo ha comprimido 
los raudales de su llanto, volvía «i acariciar 
á su mujer, apena lamente repitiendo: 

— ¡Pobre ángel mío!... ¡Cuán inmenso ha- 
brá sido tu sufrimiento! Comparable ton solo 
al mío! Ay! Feliz de mí en medio de mi des- 
ventura, pues que aún te encuentro con vi- 
da!.... ¡Cuán desfigurada está! — murmuró 
mirando con dolor á su esposa — Lo peno iba 
matándolo.... 

Y dejándola amorosamente sobro el cana- 
pé y arrodillándose junto á ella prosiguió: 

— No sé cómo he podido contenerme ahí 
fuera, mirando por la rendija de la puerta 
cuanto aquí acontecía! Pude cerciorarme con 
mis propios ojos del proceder inicuo de ese 
hombre funesto. ¡Cuánta mentida protesta 
de amistad! Y yo, necio que le creía, sin 
sospechar ni remotamente en el sufrimiento 
de esta santa mujer....! Oh! Ahora me lo ex- 
plicó todo. ¡Cuánto has luchado tú, sola, po- 
bre niña de mi almo, cuánto ha sido tu mar- 
tirio! ^ 

Kxecráulc Néltcr! Por eso me alejaste del 
molino; por eso me secuestraste luego, ha- 




LOS ESPOSOS 



107 



ciendo creerá mi esposa que yo había muerto, 
dejando así moralmente muerta á esta des- 
graciada criatura, que más le valiera no 
haber nacido! Pero no, no! Tú has sufrido, 
alma mía, y Dios, en su infinita bondad, ha 
querido que sobrevivas á tu dolor, porque 
eres necesaria, como la propia vida, para la 
existencia de tu Henry! 

Y estrechaba á Licela entre sus brazos, y 
miraba en torno corrrecelo, como si temier i 
perderla para siempre. 

En aquel momento entró desolada Dolores, 
la vecina, gritando: 

— j Jesús! qué incendio, señor...! 

No pudo acabar la frase, y lanzó ayes de 
espanto, al ver aquel desconocido, de aspec- 
to nada tranquilizador, que acariciaba á Li- 
ceta, sin que esta se inquietase á su pre- 
sencia. 

En su sorpresa terrorífica soltó el delan- 
tal que traía cogido, y rodaron por el suelo 
algunos paquetes y pequeñas latas de con- 
servo. 

— Dol res...! ¿No me reconoce Y.? — pregun- 
tó Henry sonriendo y adelantándose hacia 
ella, sonriente y tendiéndole las manos. 

La buena mujer, con visibles muestras de 
creciente espanto, retrocedió hasta la pucr- 




108 



LOLA. LARROSA DE ANSALDO 



ta, mirando á Henry con los ojos, desmesu- 
radamente abiertos. 

— ¡Por los clavos de Cristo! — murmuró con 
voz trémula — ¡Si es el muerto!... ¡Virgen 
Santa!... Deténgase V... señor muerto....! ¡Per- 
dóneme...! Es mucha verdad que ayer me ol- 
vidé de rezarle el acostumbrado padre nues- 
tro... pero yo le prometo, si se lo prometo, 
rezarlo ahora mismo... y todos los días sin 
falta ¡se lo juro! 

Henry no'pudo menos de soltar una franca 
y sonora carcajada á la credulidad candoro- 
sa de la asustada mujer. Y al oirla Dolo- 
res, se santiguó, como si estuviera en pre- 
sencia del mismo diablo, exclamando: 

— ¡Jesús! ¡Jesús, Dios mío! 

— Pero, señora de mi alma! ¿Se ha empe- 
ñado V. en creer que yo soy un muerto resu- 
citado?... 

—¡Yaya unas bromas que gastan estos se- 
ñores! — pensó la infeliz — ¡Pues no quiere 
pasar por vivo! Yo me escaparía... la puerta 
está cerca; pero.... la pobre señora si despier- 
ta.... Ella sí que se muere de veras. Y no ha 
despertado á las caricias de su marido... ¡Po- 
brecito!... ¡Cuánto la quiere hasta después 
de muerto! ^ 

— ¡Vaya, señora, déjese V. de aspavientos 




LOS ESPOSOS 



109 



y visiones, que pueden costa ríe la vida á esta 
desgraciada, que tanto queremos! Ello es 
fuerza que nos entendamos antes de que 
vuelva en sí... 

— ¿Qué me querrá?— pensó Dolores, sin 
abandonar su sitio. 

— Mi esposa, y con ella todo el pueblo, me 
lian tenido por muerto, porque unos infa- 
mes que deseaban nuestro mal, me aprisio- 
naron, haciéndome salir de mi casa con enga- 
ño de darme trabajo, y me encerraron bajo 
dobles cerrojos, y no hubiera salido nunca de 
allí, pues ya había orden ¡infames! de ase- 
sinarme, si no es que viene a favorecerme 
la circunstancia providencial del incendio... 

— ¡Qué dice! Será cierto! — exclamó lo asus- 
tada mujer aproximándosele, y sintiendo 
que le volvía el alma al cuerpo. 

—Sí, toque V. estas manos, y dígame fran- 
camente si son las de un muerto..., 

Dolores toca con un dedo la mono que Hen- 
ry le extiende, y convencida al fin, prorrum- 
pe en gritos de alegría, corre sin tino de un 
lado para otro, y, por último, se aproxima 
otra vez á Henrv, palpa sus ropas, y corre 
luego al canapé, donde yace Liceta, diciendo: 

— ¡Por los clavos de Cristo! Esta es dema- 
ciada felicidad, señora! señora! 




110 



LOLA LARROSA DE ANSALDO 



— ¿Qué hace V.? — dice Henry interrum- 
piéndolo, afanoso. 

Y ella, confusa, hecha una pieza, se detie- 
ne murmurando: 

— Es cierto! Soy una estúpida. Lo sorpre- 
sa podría... Pero... ¿Cómo puede dormir sin 
que nuestras voces la despierten? 

— Oíga V.! 

— Escucho con toda mi alma! 

Entonces Henry le explicó, sin nombrará 
Nclter de cómo Liceta hallábase narcotiza- 
da y que tan solo un cuarío de hora más 
permanecería así; que era necesario prepa- 
rarla, para que, al reaccionar, la noticia de 
la aparición de su esposo no la dañara. É 
impúsola, seguidamente, de todo cuanto de- 
biera decir á Liceta, cuando volviese en sí. 

Instruida de esta suerte, la buena mujer 
se colocó sentada en una silla ¡unto al cana- 
pé, no sin que ordenara sobre la mésalos 
paquetes y los tarros decons?rva que caye- 
ron antes de su delantal. 

Fué entonces que pensó en don Manuel, 
é iba á preguntará Sil ver, cuando este ya 
había abandonado la estancia llevando con- 
sigo la copa y la botella que contenía la 
pócima. / 

— Nunca me las he visto más tiesas! Creo 




LOS ESPOSOS 



111 



que en cuanto la señora se despierte me voy 
á echar á temblor. ¡Cuidado como bailan 
mis nervios! Si estuviera el bueno de don 
Manuel para ayudarme! 

Transcurrieron algunos momentos, y llegó 
el cuarto de hora sin que Liceta diera señá- 
lesele vida. 

De cuando en cuando asomaba Henry por 
la entreabierta puerta, y Dolores se apresu- 
raba á hacerle seña?rde que se retirase. 

Por fin, comenzó Liceta á moverse. La 
alegría asomó al rostro de la vecino, que se 
aproximó más y más á la joven. Esta pasó- 
se las manos por la frente repetidas veces, co- 
mo si quisiera disipar los brumas de un 
pesado sueño, y abrió penosamente los ojos 
mirando en torno con estrañeza. 

Incorporóse con dificultad, cual si el sopor 
entorpeciera aún el movimiento de sus miem- 
bros, y ya sentada en el canapé, quedóse 
con las manos cruzadas sobre la falda. 

— Ha echado V. un buen sueño reparador 
señora!— Dijo Dolores con el semblante más 
alegre que unos pascuas. 

— Extraño... — murmuró la joven. 

— Malo! Ya empezamos... — pensó la buena 
mujer, y luego dijo en voz alta: 

—¿El qué? ¿El haber dormido? No tal. Pues 




1 LOLA LATI ROSA DE ANSALDO 

si estaba V. ton débil, ton rendida de fati- 
go, que por fuerzo el sueño se apoderó de V. 

— Pero... ¿Estaba yo solo....? ¡Dígame- 
lo V.! 

Y Liceto miró con ansio ó la vecino. 

— Jesús! Sola no. ...que digamos. ..porque 
yo no me he movido de aquí, desde que Y. 
empezó ó dormir. 

— ¡Extraño sueño! 

— Todo lo encuentro extraño— pensó la ve- 
cina— Es cloro!— y luego en voz alta re- 
puso: 

— ¿Ha soñado V.? Boh! ¡Qu'.en hoce coso 
de los ensueños? 

Liceto reclinó su cabeza contra el brazo 
del canapé, y qued ) en actitud del más gran- 
de desaliento. 

De pronto Dolores fijóse en el abrigo y 
sombrero de Nélter que habíase quedado 
sobre una silla en la precipitada fuga de 
este. 

Rápida y disimuladamente, quitóse el de- 
lantal y echólo sobre las prendas delatoras, 
y volvió junto a Liceta, y entre perplegidades 
é indecisiones, no atinaba la manera de 
abordar la cuestión, y pensaba: 

—¡Cómo ^pstará el otro! Rabiando por 
entrar. 




LOS ESPOSOS 



113 



Y elevando al techo una mirada, como si 
en él buscase solución á su embarazosa ac- 
titud, ocurriósele decir: 

— ¡Ojalé que nunca llegara el día de ma- 
ñana! 

— ¿Por qué? 

— Porque se va V. de aquí! 

— Ah! Ello es fuerza...! Ya no podría vi- 
viren estos sities en que fui ton feliz. Todo 
cuanto me rodea mo-recuerda el dulce bien 
perdido, y ese recuerdo constante acrecienta 
el dolor de mi alma! 

Y la joven se llevó el pañuelo á los ojos 
enjugando sus lágrimas. 

— ¡Oiga V. señora! y perdone si mis pala- 
bras aumentan su pesadumbre; pero... ¿No 
le parece á V. muy extraño, que ó pesar de 
sus ruegos, no hayan querido mostrarle el 
cadáver de su esposo? Y eso del rostro des- 
figurado... ó mi me parece... 

Liceta se extremeció terriblemente, y, cla- 
vando su ávida mirada en los ojos de su in- 
terlocutora, y cogiendo una de sus manos 
que oprimió fuertemente, agitadísima, díjole: 

— ¿No es verdad que sí? Luego, V. también 
tiene sospechas.... 

—Yo! Dios me libre! Vea V... Hay perso- 




114 



LOLA LAtmOSA DE ANSALDO 



nos cjue son capaces de hacer daño.... por el 
solo gusto de hacerlo, y... 

— D. Manuel...! ¿Fs verdad? -dijo Liceta 
con voz apagada, y sacudiendo nerviosamen- 
te un brazo déla vecina. 

— ¡Jesús! Jesús!— pensó esta— Ala pobre 
señora el sufrimiento la tiene trastornada...! 
¡Sospechar de don Manuel, que es un san- 
to!. ..¡Virgen María, qué desatino! 

— ¡No, señora! — dijo en voz alta — Lejos de 
mí esa ideo. Pero óigame... 

Y la buena mujer tosió un poco, acercó 
más su silla, mientras que Liceta, toda oídos, 
miraba afanosamente ó Dolores. 

— Yo he oído leer, señora Liceta, en las 
novelas, cosas muy raras, de personas que 
hacían desaparecer ¡qué infamia! y que todo 
el mundo lasereía muertas, y sin embargo, 
estaban tan vivas y tan sanas como noso- 
tras! 

— Oh’ calle Y., por Dios, Dolores! No sé 
cómo viendo mi dolor se atreve Y. á hablar- 
me así! ¿No ve Y. que ahonda mas y más 
mi amarga desolación! 

— ¿Se cree Y. acaso que yo tengo mal co- 
razón, para gozar con el sufrimiento de V., 
de Y. á qui^n tanto aprecio? Ni por asomo, 
señora! Pero ello es que, si yo hablo así, es 




LOS ESPOSOS 



115 



porque... ¡Vea V.! corren por ahí unos ru- 
mores. 

— Rumores... — repitió Liceta — ¿Respecto de 
qué, señora? 

— ¡Que se yó! De eso mismo que acabo de 
decirle á V. de muertos que no están 
muertos ... 

— ¡Hable V.! V. me oculta algo! ¿Oesque 
quieren volverme loca entre todos! 

Y la joven, al terminar estas palabras ha- 
bíase puesto de pié y sacudía fuertemente 
del brazo á la pobre Dolores que más muer- 
ta que viva, tartamudeó: 

—Por... Dios!... señora..! ¡cálmese V.... 
porque si no... yo no podré hablar... 

—Diga, d ; ga V.!— repitió Liceta trémula y 
sin soltar el brazo de Dolores, y mirándola 
con extravío. 

— Señora... dicen que... que... algunos 
vecinos... que ellos pueden asegurar... 

— El qué?.. ¡Por Dios!... ¿Qué es lo que 
pueden asegurar... 

—Que le... han visto... hoy... 

—¿A quién? Diga pronto! ¿A Quién? 

— ¡Señora...! ¡por los clavos de Cristo!... 
Si es V. cristiana cólmese, que yo se lo diré 
todo... pues así como ha sido fuerte para 




116 



LOLA LARROSA DE ANSALDO 



sufrir, también debe serlo para soportar el 
peso de... 

— ¿De qué? Hable! 

— ¡De su felicidad!... 

— ¡Qué dice V.! — gritó Liceta, estrechando 
una y mil veces á Dolores contra su pecho, y 
próxima a desfallecer. 

— No me echo atrás, ya lo dije, por fin! 

— Dios mío! Dios mío! Yo enloquezco.... 
¡Mi felicidad!... ¿Dónde está, dónde está mi 
felicidad...? 

—Muy cerca, señora! Enjugue V. su llan- 
to! Ya no debe llorar mas... porque... porque... 
su esposo... 

— ¡¡¡Vive!!! — gritó Liceta, con un grito úni- 
co, inmenso, arrancado del alma, vibrando 
en aquel alarido todas los fibras de su amor 
infinito. 

— ¡Sí! ¡Sí! ¡Vive! Y muy pronto lo va V. á 
ver.... 

No bien hubo espirado esta frase en sus 
labios, cuando Henrv precipitóse por la puer- 
ta de entrada. 

— ¡¡Liceta!! 

— ¡¡Henryü 

Resonaron en la estancia estos dos queri- 
dos nombre^ y los esposos quedaron mudos 
por la emoción recíproca, fuertemente uni- 




LOS ESPOSOS 



117 



dos, en estrechísimo abrazo, mientras que en 
sollozos desbordábanse sus pechos, largo 
tiempo comprimidos por el martirio. 

Siguió una larga pausa siempre uno en 
los brazos del otro, hasta que Henrv rompió 
el silencio exclamando dulcísimamente: 

— ¡Queda, alma mía queda suspendida de 
mi cuello , como fruto encantador y hasta que 
el árbol caiga, y muera\ 




LOLA LARROSA DE ANSALDO 



118 



VIII 

/ JRRJSlÓrf ■' 

Cuando hemos sufrido y llorado mucho, 
y luego nos vemos inopinadamente rodeados 
de felicidad sin sombras, el espíritu, por 
más esfuerzos cpie pretenda hacer no puede 
desechar el hábito — dirémoslo así— del dolor 
en que ha vivido, yen medio de esa dicha 
inesperada, vémonos entristecidos por pre- 
sentimientos — infundados las más de las 
veces — que nos hacen derramar doloridas 
lágrimas, llenándonos de penosa y pertinaz 
inquietud. 

Y así como la tímida paloma que vió, des- 
hecho su nido sintiendo sus álas rozadas 
por la muerte, de igual modo Liceta cre- 
yéndose amenazada de continuo, y sohre 
todo, su esposo en peligro, vivió desde aquel 
momento presagiando males, rehuyendo el 
trato de las gentes y en incesante y mortal 
sozobra. ^ 

Ella había llorado con dolor profundo á 




LOS ESPOSOS 



119 



su esposo muerto, y viéndole nuevamente 
junto á sí, lleno de vida y de ardimiento, pa- 
recíale soñar tanlá Centura. Y como el avaro, 
(jue no halla paraje seguro donde ocultar su 
tesoro, así ella hubiera querido esconder á 
su marido, librándole de criminales acechan- 
zas. Porque á Henrv no le abandonaba la 
idea de verse con Nélter cara a cara. Pero su 
infausto protector había desaparecido miste- 
riosamente. 

La idea del proyectado viaje ó Europa se 
enseñoreó de la mente de Liceta y no le 
abandonó un instante, pensando que en el 
viejo mundo veríanse libres de todo peligro. 

Mientras tanto, Liceta ignoraba la suerte 
de su amiga Blanca. Muchas veces quiso 
verla, pero la esposa culpable huía avergon- 
zada de su presencia. 

Cuanto más grande es la culpa, tanto más 
se agranda el espacio que media entre el 
bueno y el malo. 

Blanca nó podía soportar sin humillación 
la mirada pura y serena de Liceta. 

Su alma pecadora sentíase mortificada 
ante el alma inmaculada de la esposa fiel. 

Una tarde Henrv tornó á su casa emo- 
cionado. 

Blanca había huido, rompiendo el lazo 




120 



l.OLA LAnnOSA DE ANSALDO 



matrimonial. Carlos, su esposo, sumergido 
en el másprofundo desconsuelo, habíase vis- 
to villanamente burlado en su amor y en su 
conlianza. 

Amaba á Blanca con todas las veras de su 
alma. Y habíase acostumbrado de tal modo 
á su presencia, que le era tan necesaria pa- 
ra la vida del espíritu, como la luz y el aire 
lo son para la vida de la materia. 

¡lili, que sólo trabajaba y se afanaba por 
su mujer, sin importarle los crudos fríos del 
invierno, á los cuales se exponía, ni los ar- 
dientes rayos del sol que rajaba la tierra, y 
a los (pie desafiaba, cruzando los campos en 
el rigor del estío, para luego, bajo la grata 
sombra y frescura deliciosa del techo conyu- 
gal, recibir en recompensa la sonrisa de la 
mujer amada... 

Liceta lloró, compadeciéndose íntimamen- 
te de la extraviada esposa, y suplicando al 
cielo fortaleza para el desventurado Carlos. 

Hay desgracias irreparables. 

Cl cristal que se rompe no hay manera de 
que vuelva á su primitivo estado. 

Y la flor del hogar, que deshoja el desho- 
nor, es como la planta herida por el rayo: no 
vuelve ú retoñar. 




LOS ESPOSOS 121‘ 

Porque es flor delicadísima la le de los 
esposos. 

Ay! si se marchita en su tallo! 

¡Pobre hogar! 

¡Mas valiera que el fuego te hubiese de- 
vorado. reduciéndote á cenizas, y que de tus 
habitadores tan sólo hubiera quedado.. .triste 
recuerdo! 

¡Ruinas morales! ¡Ay, cuánta desolación 
y cuánto dolor no revelado sepultáis en vues- 
tros escombros! 

Allí, donde al calor de apacibles afectos, 
debiera haber florecido la virtud, difundiendo 
por do quiera su inmortal esencia, arraigóse 
la perniciosa semilla de frutos venenosos, 
que emponzoñaron el corazón! 

Ah! desdichada de la mujer que no sabe, 
avara, guardarla preciosa é inestimable joya 
de su virtud, en el sagrado estuche del ho- 
gar! 

Hay cielos azules de belleza deslumbrante: 
pero ninguna compararse puede al cielo pu- 
rísimo del hogar sereno en donde resuenan 
las voces infantiles, como gorgeos de tiernas 
avecillas; y las risas de la madre, que ríe 
con la risa de los hijos se confunden entre be- 
sos y bendiciones! 

¿Qué tupida venda cubre los ojos de la in- 




122 LOLA LARROSA DK AXSALDO 

feliz mujer que huye por extraviado sendero 
dejando atrás su morada, fiel guardadora de 
su honor y de su dicha? ¿No oye la voz acu- 
sadora é inexorable de la conciencia que le 
grita: jlnsensata!... jDetente!... Á tu paso tor- 
pe, vas desgarrando corazones, y la maldi- 
ción de tus víctimas te seguirá por doquiera 
que poses tu planta! 

¿Dónde irás, desdichada, que no lleves so- 
bre tus hombros el peso enorme de tu cri- 
men? 

El ojo acusador, suplicio de Caín, será 
también tu eterno martirio. 

i Ay! El humo azulado de la chimenea del 
hogar, que alegraba el alma, al vislumbrar- 
lo desde lejos, porque anunciaba la vida y la 
animación déla familia, y el calor de santos 
afectos, ha desaparecido ya! 

Las flores que bordaban la reja del aposen- 
to, y las que tapizaban la entrada de la casa, 
ya no existen! Faltas de riego y de cuida- 
dos, marchitáronse, para luego caer desho- 
jadas á confundirse en el polvo y la hoja- 
rasca.... 

Todo está exánime, muerto, frío y deso- 
lado... 

En el toc**dor hay flores marchitas en los 
vasos que las contienen; más allá, sobre 




LOS ESPOSOS 



m 



un cnnapé se ve un libro abierto, y junto á 
él un vestido en cuyo cuerpo se notan aún, 
redondeces de formas de mujer... El lecho 
está vacío... la jaula muda... el pájaro desa- 
pa reció! 

En medio de tanta tristeza gime un cora- 
zón dísierío. vertiendo lágrimas, que jamás 
podrán secarse, porque son la sangre que 
emana de una honda herida incurable! 

Y el mísero que asPsufreno ha cometido 
culpa alguna, y es bueno y digno y honrado, 
y amó mucho, muchísimo, y fué villanamen- 
te engañado! 

jDios misericordioso! 

Pues si no ha cometido ningún delito ¿por 
qué sobre su dolor inmenso tiene que so- 
portar la amargura de un nuevo quebranto? 

¿Por qué la sociedad le trata con burla 
compasiva, y el rígido dedo del ridículo le 
señala por donde quiera que dirije su paso 
torpe y vacilante? 

¿No basta, para merecer el respeto de las 
gentes, la agonía lenta de aquella alma, que 
se ha visto despojada de sus más caros atri- 
butos — el amor y la fe — que constituían su 
vida, y del honor, por el cual desvelóse siem- 
pre, queriendo mantenerle elevado, brillante 
incólume y puro, como el mismo sol? 




124 



LOLA LARl.OSA DE ANSALDO 



Ah! ¡Cuán culpable eres tú, débil sociedad, 
tú que no sabes ni curar las heridas del 
corazón; tú que te ríes constantemente de to- 
do, y más que nunca, cuando despedazas mo- 
ralmente tus individuos con eí arma mortí- 
fera déla calumnia! 

En tí se encarnan aún los instintos sangui- 
narios de los emperadores romanos, que 
cuanta más sangre corría ante sus ojos re- 
gocijados en los circos salvajes, más insa- 
ciable era la sed de inocentes víctimas, in- 
moladas en holocausto de... la más desen- 
frenada perversión moral! 

¡Tú, sociedad ciega y jamás satisfecha en 
el festín del escándalo, que azotas con tu lá- 
tigo al esposo ultrajado, y, en turba arrolla- 
dora y con la piedra levantada corres tras la 
adúltera y tejes coronas para el que mató al 
amigo en desafío!... ¡Ah, cuán distante vas 
del camino trazado por Jesucristo? 

El perdón redime de la culpa al delicuen- 
te y le señala el camino de la salvación 
eterna. 

No le abandones, pues, que su único tri- 
bunal es el de su conciencia. 

Para que seas buena, oh! sociedad, procura 
despojarte ^de tus cascabeles arrojándolos 
con desprecio, en vez de agitarlos alegre 




LOS ESPOSOS 



125 



cuando recibes con palmas al hombre que 
acaba de motar á su amigo en el campo del 
honor. 



Carlos ha muerto. 

El peso insoportable de su desdicha le 
anonadó. Su cerebro perturbado, su corazón 
enfermo, y rotas todos las fibras más sen- 
sibles de su alma, ooyó como cae el árbol 
que derriba el rudo golpe del hacha del le- 
ñador. 

En sus postrimerías, no olvidó los anhelos 
y afanes de Henrv, y los escasos recursos con 
que contaba, y aunque muy poco ya poseía, 
porque todo lo había abandonado, en testimo- 
nio de su cariño, dejóselo todo á su amigo. 

Henry, después de llenar los últimos sa- 
grados deberes que impone la amistad agra- 
decida, y dando el postrer adiós al desventu- 
do Carlos, embarcóse para Europa, acompa- 
do de Liceta, y llevando entrambos en el 
santuario de sus recuerdos, como enseñanza 
dolorosa, la triste memoria del drama que 
arruinó el hogar de sus amigos. 

* 




SEGUNDA PARTE 



L 

L,A0O SEIRZA'O 

Nos hollamos en Madrid, lector. 

Si no te futido nuestra verídica narración, 
ten la bondad de seguirnos hasta Chanbe- 
rí, uno de los más importantes arrabales de 
la capital de España. 

En el quinto piso de una casa de muy po- 
bre aspecto, situada en la calle García Pare- 
des, demarcada con el número diecisiete, 
habita doña Carmen Cifuentes, acompañada 
de su nieta Alicia. 

Modestísimo es el ajuar de aquella vi- 
vienda, que atestigua bien á las claras, que 
la holganza no tiene allí su trono. 

Compónese de tres habitaciones pequeñas: 
una salita, una alcoba y otra pieza, que ha- 




128 



LOLA LARROSA DE ANSALDO 



ce las veces de comedor, por estar próxima 
á la cocina. 

A la sazón, abuela y nieta hallánse reu- 
nidas en la sala. 

Decóranla cuatro sillas muy usadas, pero 
muy limpias; un pequeño confidente y dos 
cuadros antiquísimos. Cerca del balcón hay 
un sillón, donde reposa la abuela, y junto 
á esta una mesita de labor, sobre la cual 
vense desparramadas, multitud de flores ar- 
tificiales, y todo los útiles necesarios para 
esta clase de trabajo. 

Mientras la anciana, á través de sus anteo- 
jos miraba á la joven, ésta trabajaba afano- 
samente, sentada en una silla baja, junto 
á la mesita. 

Doña Carmen cuenta setenta y cinco in- 
viernos, y es uno anciana muy sensata, muy 
bondadosa y muy simpático. 

Las privaciones y las enfermedades (pues 
la parálisis de una pierna la retenía casi 
siempre postrada), no han podido borrar 
aún la expresión de dulzura que anima su 
rostro, bello todavía á pesar de las injurias 
de los años, y lleno de la respetabilidad 
que imprimen los cabellos blancos, la mejor 
diadema p#ra la frente que siempre ostentó 
la nobleza del pensamiento. 




LOS ESPOSOS 



129 



Alicia contaba dieciocho primaveras. De 
estatura pequeña y de formas graciosamen- 
te redondeadas. Tenía el cutis fino, moreno, 
sonrosado; los cabellos muy negros, y los 
ojos vivos y llenos de inteligencia y rebo- 
santes de ternura; los dientes menudos, 
blanquísimos y sanos, y su boca aunque 
algo grande, ostentaba frescos y rosados 
labios graciosísimos al sonreir. 

Tal era Alicia físicamente considerada. 

Abrigaba los sentimientos puros de una 
niña inocente, que sólo conoce los bellezas 
del bien. 

Amaba á su abuela con delirio. Con ella 
fuese ii vivir, al quedar huérfana de madre, 
desde muy tierna,. edad. 

Su padre ausente dos años ha, pues tra- 
bajaba en unas minas de Francia, al partir 
habíale dicho á la anciano: 

— Después de la muerte de mi inolvidable 
Rosa, usted ha sido la verdadera y única 
madre de mi hija. Voy á marchar. Ño se el 
tiempo que viviré lejos de vosotros. Mi tra- 
bajo es muy penoso, usted lo sabe. A usted, 
pues, queda confiada la suerte de mi Alicia. 
Usted conoce b en mis deseos y mis senti- 
mientos. Nada tiene, pues, que consultar- 
me en sus determinaciones respecto de mi 




130 



LOLA LARROSA DE ANSALDO 



hija. Usted la quiere con el alma. Vele us- 
ted, pues, por su felicidad. La confianza que 
me inspira y la evidencia que tengo de su 
recto juicio, me aseguran que nada hará us- 
ted que no se ajuste á mis sentimientos pa- 
ternales. 

— Puedes irte tranquilo Marcos. Soy dos 
veces madre deesa niña, y solo vivo por ella 
y para ella, y su felicidad es la única y cons- 
tante ambición de mi alma. 

Han transcurrido dos años. Yen las car- 
tas recibidas de Marcos, que traían siempre 
protesta de cariño para Alicia, ú quien ama- 
ba tiernamente, vislumbrábase la intención 
de retardar aún mas su retorno. 

Marcos era unhombrede alma bien tem- 
plado. Bueno y generoso; pero, por su ca- 
rácter violento, hacíase temer. A veces mos- 
trábase intransigente y duro cuando creía 
tener razón, y aumentaban su terquedad 
las pocas luces de su mente. Era fuerte y 
sufrido para el trabajo. Frisaba en los trein- 
ta y siete años. 

Todo su orgullo estaba en repetir que era 
hijo del pueblo, es decir que había nacido 
pobre, y pobre quería vivir; que pertenecía 
en cuerpo^v alma á la clase obrera, y que 
lejos de seducirle el oro, le miraba con fría 




LÓS ESPOSOS 



131 



indiferencia. Quería comer el duro pan de la 
pobreza. Y aseguraba, que solo en ella exis- 
tía la pureza de intenciones y el desinterés 
generoso de la verdadera honradez; que lo 
demás, fuera de su clase, era simplemente 
hojarazca pura. 

Y era tal su preocupación, su encono in- 
justificado contra los favorecidos de la suer- 
te, que, hablarle en i&vor de ellos, era irri- 
tarle, enfurecerle. 

Inflexible de ordinario, no cejaba en pre- 
sencia de razonamiento alguno, aunque tu- 
viera ante sus ojos hechos que negaran sus 
preocupaciones. 

Aunque de bondadosos sentimientos, era 
de escasas luces,' y odiaba sistemáticamente 
á los ricos, porque sí, que es la razón de la 
sinrazón. 

Pero volvamos á la salita donde dejamos 
á doña Carmen y á su nieta. 

Vestía laanciana un Iraje oscuro, de lana 
y llevaba al cuello una pañoleta de estam- 
bre tejido, sujeta bajo la barbilla con un 
sencillo alfiler de oro, recuerdo de su difunto 
esposo. 

Alicia usaba vestido, también de lana, co- 
lor almendra, sin adorno alguno, que deli- 
neaba artísticamente sus contornos, y de su 




132 



LOLA I.ARROSA DE ANSALDO 



redonda cintura, pendía un delantal, blan- 
co como el armiño. 

Peinados sus ondulados cabellos en dos 
trenzas sueltas, caían hasta tocar el suelo, 
cuand¿> sentábase á su mesa de labor. 

De los ágiles dedos de Alicia brotaban 
primorosas flores que iban cayendo sobre el 
delantal. Y mientras hablaba y reía, la abue- 
la la contemplaba en silencio y con amorosa 
expresión. 

—Mamá! Parece que no tienes hoy ganas 
de conversación — observó la niña. 

— Por el contrario— agregó la abuela son- 
riendo— Me encanta tu alegría. Pero. . . ayer 
tarde, cuando volviste del taller, después de 
entregar las flores, observé que estabas. . . 
así como pensativa, y hasta me pareció que 
venías triste. . . ¿Por qué? 

— ¡Triste! ¿Yo mamá? --repuso la joven con 
visible turbación. 

— Sí. Y durante la velada, te he sorprendi- 
do, varias veces, mirándome con marcado 
indecisión. Hubiérase dicho que deseabas 
decirme algo y que no te atrevías á formu- 
lar tu deseo. 

Alicia recogió precipitadamente su delan- 
tal, y eclrándo las flores sobre la mesita. 




LOS ESPOSOS 



133 



corrió hacia su abuela y la abrazó con ternu- 
ra, mientras murmuraba ó su oído. 

—¡Sí mamál Tienes razón: algo tengo que 
decirte, y el temor y la duda me han dete- 
nido! Pero tú sabes, abuelita mía, tu sabes 
muy bien que yo no te oculto ninguno de 
mis pensamientos! 

—Sí lo sé mi querida hija! — repuso la an- 
ciano, retribuyendo ó su nieta sus tiernas 
caricias. — Es por esa misma razón que espero 
me digas tus secretos pensamientos. 

La niña ruborizóse, y, sentándose á los 
pies de doña Carmen, empezó á decirle: 

— Hace ya algunos días, que, al ir al obra- 
dor por trabajo, he notado que era seguida 
por un joven. Ai principio, no hice caso al- 
guno creyendo que fuera pura casualidad. 
Pero ayer, madre mía, el joven me siguió 
como siempre, y á poco andar, se aproximó 
á mí, y en términos respetuosos, comenzó á 
dirigirme galanteos: que era bella, que sus- 
piraba por mí, y que me amaba muchí- 
simo.... 

En el rostro de la anciana habíase proyec- 
tado una sombra de viva inquietud, que au- 
mentábase á medida que su niela reve- 
lábale aquel incidente con todos sus meno- 
res detalles. 




134 



LOLA LARROSA DE ANSALDO 



— Prosigue, hija mía— observó la anciana, 
sonriendo y acariciando los negros cabellos 
de la niña. 

— Poco tengo ya que añadir, mamá. F>a tal 
mi turbación, y sentía tan fuertes palpitacio- 
nes en el pecho, que las piernas me tembla- 
ban, y creólo mamita, tuve miedo, mucho 
miedo! 

— Lo creo, alma mía! Pero prosigue. 

— Yo pensé que debía evitar que me persi- 
guiese, y cobrando ánimo, acerté á decirle: 
«Caballero! Yo le suplico á usted que no siga 
mis pasos. Yov á llegar al taller, y mis 
compañeras de trabajo si se fi jan en usted 
luego pensarán mal de mí.» Y él me contes- 
testó: «Xo puede nadie pensar mal de un 
á ngel . . . 

— ¿Y después?.... — interrogó ansiosa la 
abuelo. 

— Después.... — repuso sencillamente Ali- 
cia— sin agregar una palabra más, se alejó 
de mí y fuese a situar en la acera opuesta 
del taller. Desde allí no se le podía ver. Yo 
tuve recelos de volver á salir, y al propio 
tiempo.... te lo confieso ingenuamente.... ex- 
perimenté, madre mía, temor de no volver á 
verle más^ 

— ¿De veras, hija mía? 




LOS ESPOSOS 



135 



—Sí, mamó ! Pero escúchame todavía. 
Salí, observé que aún permanecía enfrente 
del obrador. Lnlonces no se me acercó, y 
él por una acera, y yo por la otra, así, segui- 
mos hasta llegar á la puerta de casa, donde, 
con una inclinación de cabeza y quitándose 
respetuosamente el sombrero, me saludó pa- 
ra luego alejarse. ¿Hice mal, Inadre mía? 

Galló la niña, y jjuedóse mirando ó su 
abuela, cual si quisiera adivinar la impre- 
sión que su relato había producido. 

La anciana también enmudeció, pensando: 

— La sencilla relación de mi hija revela á 

un enamorado respetuoso Pero ¡ ah 1 

cuánta inquietud despierta en mi corazón 
de madre ! ¿ Quién podrá ser ese joven que 
la persigue? ¿Qué intenciones abrigará? 
¿Será el hombre destinado á labrar su di- 
cha ó su infortunio ? j Dios mío! Ilumíname 
con tu divina gracia ! 

De estas cavilaciones vino á sacarla lo voz 
de Alicia que murmuró: 

—Se me olvida decirte, madre mía, que ese 
joven parece ser un caballero de muy buena 
posición social. 

— ¡Dios mío! ¿Quién será? — murmuró 
la anciana. 

—¡Oh! No temas, mi querida abuelita! 




136 



LOLA LARROSA DE ANSALDO 



Si tú le vieras 1 Su aspecto es de persona 
muy fina: tiene en el rostro una expresión 
tal de sinceridad, que ni por asomo se me 
ocurrió dudar de todo cuanto me dijo. 

— ¡Hola, hola! Según eso, ¿tú le has 
creído todo cuanto te ha dicho? 

— Sí mamá! Si tú le oyeras....! ¡Con 
qué sentimiento de ternura me hablaba!.... 

— Pero.... si es un caballero rico, cual tú 
presumes, ¿cómo quieres que pretenda ligar 
su destino con el de una pobre obrera co- 
mo tú?.... 

— Mamá : ¿ No me has dicho repetidas ve- 
ces, que para Dios todos somos iguales? 

— Sí, hija mía, sí. Pero no lo somos para 
la sociedad. La orgullosa vanidad de los 
hombres ha establecido diferencias de cla- 
ses y de categorías, unas muy altas y otras 
muy bajas. Y para no perder la santa paz 
del espíritu, no debemos nunca pretender 
salir de nuestra esfera natural, de la esfera 
en que hemos nacido y vivido. Se avienen 
muy mal las uniones de seres de distintos 
nacimientos. 

— ¡ Mamá ! 

— Y me estremezco al pensar en tu padre ! 
Tú, comoY^ conoces su constante preocu- 
pación; pero— continuó la bondadosa ancia- 




LOS ESPOSOS 



137 



na, posando su diestra sobre la cabeza de la 
joven — dejemos venir las cosas, puesta siem- 
pre nuestra esperanza en el Sér Supremo, y 
mientras tonto, roguemos más que nunca á 
su Santísima Madre para que aparte por 
siempre de nuestro bogar los peligros que 
pudieran amenazarlo. 

Alicia abrazó efusivamente a su abuelita, 
y, habiendo cerrado ya la noche, corrió á 
encender un quinqué, y púsose de nuevo á 
trabajar afanosamente. 

Durante la velada, ya no se habló más del 
asunto que las preocupaba, girando la con- 
versación sobre muchas diferentes cosas. 
Pero cuando enmudecían, los pensamientos 
de entrambas volaban en torno del mismo 
objeto. 

Aquella noche al dar el beso de costum- 
bre á su nieta cuando se iba á recojer, la 
anciana la estrechó amorosamente contra su 
pecho, y¡ con suave y ternísimo acento, dí- 
jole : 

— ¡Reza, hija mía, reza con más fervoroso 
anhelo que nunca, y tén entera confianza en 
los que te amamos y velamos por tu suerte. 

Guando la anciana quedóse sola en su le- 
cho, recogió sus pensamientos y meditó: 

— Es preciso darle á la juventud lo que 




138 



LOLA LARROSA DE ANSALDO 



le pertenece, lo que es absolutamente suyo. 
Mi Alicia está en la florida edad de las pri- 
meras ilusiones. No seré yo, ciertamente, 
la que con austeros principios de moral, ni 
con severos consejos, ahuyente las natura- 
les expansiones de su alma tierna y cando- 
rosa. Si mi nieta no hallase en mi pecho 
seguro asilo á sus inocentes confidencias, 
que, con respeto cariñoso, deposita en mí, 
¿dónde iría á buscar fiel consejero que la en- 
caminase por recta senda ? Ah ! no, mi 
Alicia : soy dos veces madre tuya, y quiero, 
y debo, ser también tu amiga, y recojer en 
mi corazón las primeras amorosas impre- 
siones de tu alma pura, sencilla y buena. 



Benditas sean las madres que, á los lati- 
dos de un corazón amorosísimo saben aso- 
ciar el dictamen de un criterio sano y per- 
fectamente recto! 

Nada hay más hermoso que confiar todos 
nuestros pensamientos y todos nuestros an- 
helos en el seno cariñoso de nuestra propia 
madre, seguros de ser comprendidos siem- 
pre, V de hallar, en refugio tan cierto, el 
bálsamo consolador de todas nuestras pe- 
nas; guía x yduz de todas nuestras vacilado- 




LOS ESPOSOS 



139 



nes y generoso perdón de todus nuestras de- 
bilidades y flaquezas! Permite lector, que al 
hablar de los madres, mi corazón exclame: 
¡Bendita seas tú, madre mía, y como tú, 
todas las que te igualen en raudales de amor 
v de ternura infinita ! 




LOLA LARROSA DE ANSALDO 



140 



II 

Amor 

Han transcurrido algunos días. 

Una mañana, Alicia, mientras se quitaba 
apresuradamente él velo que cubría su cabe- 
za, pues venía de la calle, dijo á su abuela: 

— Mamá! mamá! Ese joven... lo he visto 
en la escalera! 

— En la escalera? — preguntó doña Carmen 
con estrañeza y zozobra. 

— jEscuchame, mamá, y no te alarmes! Yo 
subía cuando él bajaba. Debí ponerme muy 
encarnada, á juzgar por el calor que sentí 
subir al rostro. Pasó junto 'á mí/ me saludó 
muy respetuoso, y continuó su camino. Yo 
continué subiendo, 

Al llegar al cuarto piso, y al pasar por 
frente ála puerta de doña María, la señora 
de abajo, me detuvo, diciéndome: 

— «Señorita Alicia! Usted perdone; pero 
precisamente hace pocos momentos que 
acaba de éstar aquí un joven. . 




LOS ESPOSOS 



141 



Y la vecina, cesando de hablar, me miró 
atentamente. Yo debí turbarme; porque la 
señora prosiguió: 

— No hay para que sonrojarse, hija mía! 
Muchas jóvenes queman inspirar un afecto 
tan respetuoso. 

El referido joven, con mucha finura é in- 
sistencia, meha suplicado le informase res- 
pecto de las cualidades morales de usted 
preguntándome coru afán si era usted una 
niña honesta, y cuáles eran sus medios de 
subsistencia, á pesar de que él ya sabía de que 
usted era florista, según me dijo.» 

—Después que me habló así la vecina, y 
que agregó que había dado los mejore» in- 
formes de mí, yo solo acerté á balbucear 
algunas palabras de agradecimiento, y pre- 
surosa continué subiendo las escaleras de- 
seando de contártelo todo, todo cuanto me 
había ocurrido. 

—Tengamos calma, hija mía — repuso la 
anciana — Dejemos las cosas que vengan 
despacio, y m'entras tanto imploremos de 
Dios sus luces divinas para que nos ilumine 
en el misterioso sendero de la vida. 

Galló la joven, llena de gratitud hacíala 
anciana, por su amorosa indulgencia y su 
previsión maternal, y más alegre que unas 




142 



LOLA LARROSA DE ANSALDO 



pascuas, púsose ó trabajar, sin que la ima- 
gen de su simpático perseguidor se' apartase 
un instante de su mente. 

Dos ó tres días después, una tarde, cuando 
abuela y nieta habían terminado de comer 
vreunidas en la sólita, como de costumbre, 
trabajaba Alicia junto á doña Carmen, lla- 
maron á la puerta tímidamente. 

Alicia abandonó su asiento, y encaminó- 
se á abrir, mientras su corazón latía apre- 
suradamente, pensando: 

— De unos días á esta parte, cada vez que 
llaman, late mi corazón con afán; se me figu- 
ra siempre que debe ser él. 

La niña abrió, mientras la anc ana po- 
niendo una de sus manos, aguisa de vicera, 
miraba curiosamente hacia la puerta. 

Una ligera exclamación de Alicia, hizo 
agitar á la abuela que murmuró: 

— Lo presiente mi pecho: será él. 

El mismo presentimiento unía á los dos 
mujeres. Ambos corazones latieron con 
fuerza. 

— Señoras— dijo una voz varonil vcorrecta 
— ¡Mil perdones! Ustedes me permiten... 

—Adelante!— dijola abuelo, mientras Ali- 
cia turbadísima, y con ese rubor y timidez 
que hace tanencantadora á la mujer, cuando 




LOS ESPOSOS 



143 



la torpeza de una excesiva cortedad no anu- 
bla la naturalidad de sus palabras y adema- 
nes, se aproximó á su abuela sin acertará 
saber que debía hacer. 

El recién venido, se adelantó hasta doña 
Carmena quien saludó con una cortesía ca- 
riñosa y llena de respeto. 

Era un tipo distinguidísimo. 

El rostro lleno de bondad y de belleza. Pá- 
lido, de ojos grandes-negros y serenos, fren- 
te despejada, cabellos negros también. Usa- 
ba bigote y todo su semblante estaba reves- 
tido de una melancólica dulzura que prestaba 
á su figura, perfectamente esbelta y bizarra, 
la más atrayente seducción. 

Vestía correctísimamente, todo de negro, 
haciendo resaltar la pechera de su camisa 
blanquísima en la que esparcían sus luces 
dos brillantes, limpísimos, como dos diáfa- 
nas gotas de rocío. 

Bastóle á doña Carmen una simple mirada 
para disponerse en favor del pretendiente de 
su hija, porque no podía ser otro aquel per- 
sonaje que tan de improviso se entraba por 
las puertas de su casa. 

—Señora — dijo el recién venido, mien- 
tras tomaba M asiento que doña Carmen 
le indicó con un ademán. — Es harto deli- 




144 



LOLA LARROSA DE ANSALDO 



cado el asunto que aquí me trae. No soy 
hombre que me valgo de rodeos para ex- 
presar mis sentimientos. Me llamo Jorge 
Vallier: soy huérfano, americano, hijo de 
la República Oriental del Uruguay; cuento 
con una regular fortuna; tengo todos mis 
documentos en orden, v el Ministro repre- 
sentante de mi país, puede dar á usted certi- 
ficado de mi honradez y aseverar todo cuanto á 
usted acabo de exponer. Pero, dígnese us- 
ted escuchar mi petición: Amo á esta niña 
adorable, niela de usted; prendadísimo estoy 
de su virtud, de su modestia y de su pere- 
grina belleza. Mi corazón ha perdido su al- 
bedrío; solo pienso en Alicia desde el ins- 
tante feliz en que se cruzó por mi camino. 
Por eso hoy vengo hasta usted lleno de in- 
certidumbres y de esperanzas para decirle, 
acépteme usted por hijo; deseo ser el esposo 
de Alicia, y juróle, por la memoria santa 
de mi madre, que consograré todos los ins- 
tantes de mi vida á hacer lo felicidad de este 
ángel, y una vez unidos, ella y yo, nos dispu- 
taremos la dicha de ser para usted el tierno 
y cariñosísimo apoyo de su vejez! 

Calló el joven, porque la emoción no le 
permitía hablar más. 

Doña Culmen, mujer sencilla, sin finji- 




LOS ESPOSOS 



145 



mientos y con el corazón siempre en la 
mano, enjugóse las lágrimas que corrían 
por sus mejillas, y mirando ü Alicia, que, 
inclinada sobre sus ñores, disimulaba los 
sentimientos que asomaban á sus ojos, dijo 
pausadamente. 

— Creo en la sinceridad de sus palabras, y 
su presencia en mi casa no me sorprende: la 
espero ba. 

— ¿Cómo así, señora? 

— Por que mi hija, habíame ya hablado de 
V. Refirióme sus encuentros de estos días. 

— Y si yo me he atrevido, señora, á buscar 
la dicha cerca de V. es porque he creído que 
Alicia no rechazaría mi cariño. 

— No señor. Mi hija es muy sencilla, y no 
se ha educado en la escuela del fingimiento, 
donde se falsean hasta los afectos más sagra- 
dos; por esto, aunque ella no me lo haya re- 
velado claramente, mi corazón de madre le 
ha comprendido. En las confidencias de mi 
hija ella ha dejado vislumbrar el nuevo sen- 
timiento que hoy llena su corazón. 

— Oh ! gracias, señora, gracias ! — dijo Va- 
llier precipitándose á los pies de doña Car- 
men, mientras las lágrimas de Alicia caían 
sobre las flores que á la sazón hacía, como 
divino rocío de perlas. 




146 



LOLA LARROSA DE ANSALDÓ 



— Puesto que ya nos hemos entendido — 
dijo doña Carmen sonriendo, y envolviendo 
á los jóvenes en una larga mirada de ter- 
nura — hablemos ahora de algo que nos debe 
preocupar muchísimo. 

Alicia dejó sus flores, que como un pre- 
texto la entretenían para disimular su rubor, 
y aproximando su silla á la de la abuela, 
apoyóse en el brozo de su sillón, mientras 
*u mirada cándida y cariñosa se cambiaba 
con la de Jorge, que, arrobado, no acertaba á 
aportar de ella sus ojos. 

Al verlos así, los tres reunidos, cualquie- 
ra hubiera pensado que eran antiguos ami- 
gos. 

¡Bendita sea la sencillez del corazón! 

— Alicia — empezó la anciana — tiene á su 
padre trabajando en las minas de Francia. 
Al partir, dejóla á mi cuidado, y díjome, que 
confiaba en mi sensatez, y que por lo tanto 
era dueña de disponer de la suerte de Alicia. 
Y agregó, que conociendo yo las preocupa- 
ciones y añílelos suyos, sabría no disgustar- 
le al disponer de la suerte de Alicia. Pues 
esto es lo que hoy, precisamente, me llena 
de inquietudes. Marcos es bueno, pero ter- 
co. Aborrece á los ricos. No quiere tener 
más amigós que los de su clase: los obreros. 




LOS ESPOSOS 



147 



Y es tal su ceguedad, que, de manso que es 
como un cordero, se torna en fiera cuando de 
los ricos se trata. ¿Cómo, pues, he de ave- 
riguarme para reducirlo y que consienta en 
la alianza de su hija con un hombre que per- 
tenece á una clase social por él tan odiada. 

— ¡ Cuánto dolor me causan sus palabras ! 
Pero, la pureza de mis intenciones, mi amor 
por Alicia, ¿ no conseguirán ablandar su co- 
razón ? 

— ¡No conoce V. á Marcos! 

—¡Dios mío! ¿Qué haremos, pues? 

— Paciencia, y esperar. Ya se lo tengo 
dicho á Alicia. Pongamos nuestra esperanza 
en Dios. 

Marcos se fué por dos años, pero, luego 
en las minas, parece que ha tomado la re- 
solución de marcharse á América. En fin, 
de un momento á otro recibiremos carta de 
él y sabremos su determinación respecto de 
esto. Iremos con paso mesurado. Sondea- 
remos primeramente su ánimo, y cautelosa- 
mente, luego, le enteraremos de nuestros 
deseos, tratando de dulcificar en lo posible 
la revelación, para que el estallido de la tem- 
pestad no nos anonade. Tened confianza, 
hijos míos, y dejadme á mí la tarea de ablan- 
dar el corazón de Marcos. 




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LOLA LARROSA DE ANSALDO 



Desde aquel instante., una dulce intimidad 
ligó al joven Jorge, con la abuela y con 
Alicia. 

La felicidad inundaba el corazón de la ni- 
ña, y la dicha de ésta se reflejaba en el ros- 
tro de la anciana, que vivía con la ventura 
de su hija. 

Jorge, cada día más prendado de Alicia, 
suspiraba por el momento de llamarla su 
esposa. 

Deliciosas veladas transcurrieron veloces, 
porque la dicha tiene las alas de la fortuna. 

Mientras tanto, Marcos ni contestaba las 
cortas, ni daba señales de vida. 

Por casualidad, un minero, acertó á lle- 
gar á casa de doña Carmen, y por él supieron 
que Marcos habíase embarcado para Amé- 
rica, y según aquel, éste había sido contra- 
tado por diez años. 

— ¡Dios mío! — dijo la abuela — Pero, ni 
una corta, ni una palabra que nos revele 
sus intenciones. 

— Sí, señora, palabras sí; yo mismo oí 
que ó un compañero le encargó que viniese 
á ver á V., que le dijera que no las olvi- 
daba, ni á V., ni á la niña, y que aunque 
no recibiesen carta suya no se alarmasen, 
que tardaría algunos años, pero que volve- 




LOS ESPOSOS 



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ría con algunos ahorros para no separarse 
más de ustedes. El minero á quién esto 
dijo, murió á los pocos días, y por esto no 
pudo dec!r nada á ustedes, pero, como la 
casualidad quiso que yo lo oyese, quedan 
ustedes enteradas. 

Pintar el desconsuelo de los jóvenes es 
harto difícil. 

¿Cuánto tiempo tendrían que esperar? 

Pasaron los días y también algunos meses. 
Alicia comenzó á adelgazarse, y Jorge á en- 
tristecerse. 

La abuela, al notar las huellas del sufri- 
miento de entrambos, se sintió vivamente 
inquieta, y su mente comenzó á trabajar mil 
y mil proyectos, sin hallar solución á nin- 
.guno. 

Y resultó que de tanto pensar, y de in- 
quietarse tanto por el porvenir de su nieta, 
empezó ella también á sentir su salud que- 
brantada. Entonces, sus pensamientos ad- 
quirieron nueva forma, y se hicieron tristí- 
simos. Reflexionó cuál sería la suerte de 
Alicia, si ella enfermaba seriamente y llega- 
ba á morir. 

Quedaría sola, expuesta á mil peligros, y 
aunque el amor de Jorge era honrado, la ca- 
lumnia y la maledicencia no necesitan pecado 




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LOLA LARROSA DE ANSALDO 



para formar la culpa. La infeliz niña, en vez 
de penetrar por el camino de la dicha, podía 
ser arrastrada por el de la perdición, y ¡sabe 
Dios, cuántos dolores y cuántos martirios 
pudieran estar reservados á aquella queri- 
do niña, que ella destinaba ahora á seres- 
posa dichosísima, y á cruzar el laberíntico 
sendero de la vida, fuertemente apoyada en 
el robusto brazo de un hombre que sería el 
eterno y leal compañero de su existencia! 

Tales ideas quitáronle el sueño varias no- 
ches, y el insomnio y la lucha que soste- 
nía en su pecho, la aniquilaron más. 

Una mañana, que amaneció casi sin fuer- 
zas, porque no hay nada que más aniquile 
la materia, que las luchas internas del es- 
píritu, esperó doña Carmen la llegada de Jor- 
ge, y así que vió reunidos á los dos jóvenes, 
les comunicó sus indecisiones, sus angustias, 
y por último lo que acababa de resolver. 

—Dentro de un mes, os casareis, hijos 
míos. El cielo me prestará su ayuda, pues 
al dar este paso, me inspiro en el más sa- 
grado de los deberes: en velar por la suerte 
de mi hija. 

Imposible describir la alegría délos aman- 
tes. 

jEs tan^ermoso y tan grande, ver rea- 




LOS ESPOSOS 



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lizndos los dulcísimos ensueños del alma! 

Desde aquel momento todos fueron pro- 
yectos color de rosa. 

Jorge, delicado y bueno, propuso á las dos 
mujeres seguir viviendo en el quinto piso 
hasta tanto volviese el padre de Alicia, el 
cual, seguramente, calmaría su enojo cuan- 
do viese el sacrificio hecho en su obsequio, 
pues pudiendo Vollier vivir en casa cómoda 
y lujosa, porque lo q>ermitía su bonita for- 
tuna, había preferido seguir en la pobre vi- 
vienda para probar a Marcos la hidalguía de 
sus sentimientos. 

Doña Carmen aceptó agradecida, y esta 
atención de Jorge arrancóle dulces lágri- 
mas. 

A Alicia, parecíale un sueño la felicidad 
que la rodeaba. Amaba tanto á Jorge y se 
sentía tan amada de él, que su corazón le 
anunciaba que siempre le sonreiría una di- 
cha sin término. 

Doña Carmen, que cada día que pasaba 
descubría una nueva belleza en el alma de 
Vallier, no cesaba de alzar sus ojos al cie- 
lo. ¡De allí vienen todas las gracias! ¡Ala- 
bado sea Dios que se ha dignado bendecir 
su hogar! 

La satisfacción que experimentaba la an- 




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LOLA LARROSA DE ANSALDO 



«liana volvióle la salud, y se sintió rejuvene- 
cida. Nada hay que haga gozar con más 
intensidad á los corazones buenos, que la 
dicha que se ve reflejada en los rostros de 
los seres amados. 

Jorge no quiere que Alicia continúe hacien- 
do más floras. La joven se despide de sus 
compañeras de taller, y todas á porfía cól- 
menla de demostraciones de verdadero ca- 
riño. Alicia es tan buena, de carácter tan 
dulce, que en aquellos afectos recibe el pre- 
mio de su conducta virtuosa. Jamás nin- 
guna de las compañeras de taller se sintió 
molestada por Alicia; por el contrario ella 
tenía para cada cual una sonrisa, una palabra 
de efecto, y dispuesta estaba siempre á la 
indulgencia, prenda hermosa del alma de la 
mujer que le conquista mundos de simpa- 
tías. Nunca reconvino. Si se sintió morti- 
ficada guardó con nobleza sus lágrimas para 
verterlas á solas, y de sus labios jamás bro- 
tó una sola queja. 

Alicia fue siempre una violeta. A' de ella 
emanaba el embriagador aroma que se des- 
prende de los sentimientos buenos. 

Por esto todas las compañeras de taller, 
como prueba de su cariño por Alicia, qui- 
sieron obsequiarla para el día de sus bo- 




LOS ESPOSOS 



153 



das, con los azahares que debieran adornar 
su frente pura y su pecho virginal. 

Jamás brotaron de los naranjos flores más 
hermosas que las que formaron las floristas 
para la feliz Alicia. 

Tampoco les faltaba el aroma; tenían el 
perfume arrobador de la virtud! 

Llegó por fin el anhelado día. 

Jorge había obsequiado á su prometida 
con una canastilla delicada y elegante. 

La ropa blanca era primorosa y abundan- 
te; tan solo las alhajas eran modestas, por- 
que abuela y nieta odiaban por instinto las 
vanidades; preferían un hermoso ramo de 
flores, á un dije costoso. ¡Cuánta belleza en 
el corazón y cuánta virtud, digna de mode- 
lo para las mujeres que se afanan por os- 
tentar deslumbrante lujo, sin preocuparse de 
si el alma tiene toda la riqueza de sentimien- 
tos que necesita para ser feliz! 

Los baúles de la abuela se llenaron tam- 
bién de útilísimas prendas de vestir. 

De acuerdo entre los tres, poco se varió 
de muebles, á excepción de la cama matrimo- 
nial, de un tocador, dos roperos, y un como- 
dísimo sillón para la anciana, que Jorgetu- 
vo especial empeño en comprar. 

La ceremonia nupcial tuvo lugar en la 




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LOLA LARROSA DE ANSALDO 



misma vivienda de los novios, porque la 
anciana, por efecto de su parálisis apenas 
podía caminar. 

Nada de alegrías bulliciosas, ni de festejos 
ruidosos. Todo se hizo con moderación. 
Aunque el novio tenía dinero en abundancia, 
aquellas bodas parecieron ser las de un obre- 
ro cuyos ahorros le permitían cierta holgan- 
za. El lujo que se notó fue en los regalos 
de los novios á las buenas compañeras de 
Alicia que concurrieron al casamiento. Una 
recibió por obsequio una docena de camisas, 
muy finas y perfectamente bien confecciona- 
das; otras enaguas y corpinos, otras útiles 
de cama, y así sucesivamente. 

El contento brillaba en todos los sem- 
blantes. Y en medio de aquella satisfacción 
sana y generosa, veíanse continuamente mo- 
verse los labios de la anciana, dando gra- 
cias al autor de toda aquella ventura. 

¡Satisfacción de las almas buenas, siem- 
pre has de mezclar entre tus alegrías el nom- 
bre divino de Dios! 

La dicha de los buenos, es la obra más 
hermosa del Redentor de la humanidad. 




LOS ESPOSOS 



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III 

J rfFORTUNJO 

En los contrastes jjue ofrece el mundo, 
¡cuántas lecciones para el linaje humano! 

Subamos a la bohardilla de la misera casa 
que habita Alicia. 

Aquí las escenas varían por completo. 

Helos ahí: ¡Henry y Liceta! 

¡Pobres seres, los que la miseria aferra 
con su mano descarnada. 

Las esperanzas de Henry, cuando con- 
fiaba en la protección de sus antiguos co- 
nocidos, salieron fallidas. Los amigos de 
otros tiempos, al verlo pobre le volvieron 
las espaldas, y algunos hubieron que qui- 
sieron arrastrarlo á la pocilga del vicio, con 
la idea de que entregado á vergonzosas dis- 
tracciones, no les molestaría más. 

¡Cuánto cieno y cuanta maldad! 

Pero Henry tenía el alma buena, sus 
sentimientos eran naturalmente nobles, y á 
las angustias de la miseria jamás habría 




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LOLA LARROSA DE ANSALDO 



añadido los horrores del vicio, que degrada 
y corrompe. No era de los míseros que, aba- 
tidos por el infortunio, pierden hasta el úl- 
timo átomo de la propia dignidad, y rue- 
dan por el mundo como parias, sin con- 
ciencia, sin sentimientos, embotadas todas 
las fibras del alma, perdida la sensibilidad, 
hasta el extremo de vivir como las propias 
bestias, sin más ahínco que el de comer! 

Día tras día volvió Henry á su pobrísima 
vivienda sin pan, y sin esperanzas. 

Y los días transcurrían largos, intermina- 
bles, sin sol pora aquellos infelices. 

Liceta había enflaquecido extraordinaria- 
mente y pora colmo de angustias sentía en 
su seno la existencia de otro inocente sér 
que anunciaba su venida al mundo en me- 
dio de tanta miseria y de tanto dolorl 

¡Dios mío! Iba á ser madre y los poquí- 
simos recursos ya se habían agotado; todo 
se había vendido, hasta el lecho había des- 
aparecido, y los míseros, uno junto al otro 
se arrebujaban en débiles mantas, sin que 
luz alguna alumbrase ton triste cuadro, ni 
fuego alguno que calentase sus entumeci- 
dos miembros, sacudidos por los extre- 
mecimienj#s que trac el horrible frío del 
hambre... 




LOS ESPOSOS 



157 



La dignidad y el respeto de sí mismo, 
¡qué hermosos dones del cielo! 

En medio de aquella espantosa miseria, 
Liceta no olvidaba, ni Henry tampoco, el aseo 
personal de entrambos. Dias hubo en que 
la abnegada esposa, quedábase envuelta en 
una manta, mientras lavaba sus pocas ro- 
pas interiores; otros días aseaba los de su 
esposo: el agua y el sol, nunca pueden fal- 
larle al pobre. 

Con gastadísima escoba barría su bohar- 
dilla, y limpiaba las paredes, y muchas ve- 
ces, en medio de esta faeno, deteníase des- 
fallecida por la debilidad. 

¡Qué hermosa es la pulcritud! Con el oseo 
la miseria no se hace repugnante, porque el 
pobre que se ofrece á nuestra mirada sucio, 
hasta el extremo de oler mal, por fuerza hay 
que huir de él y temer su contacto. No se 
dirá que no teniendo qué comer, mal se pue- 
de pensar en el aseo personal. ¿Y el respeto 
de sí mismo? ¿Y la dignidad del hombre que 
siempre f'ué pulcro en la abundancia? ¿Ha de 
olvidarse de sí mismo hasta el extremo d. 
causar repugnancia á sus semejantes? La 
miseria sin aseo es digna de desprecio, 
porque es el absoluto olvido de todos los 




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LOLA LAftROSA DÉ ANSALDO 



respetos y le degradación del olma llevada 
á su más repugnante extremo. 

Dios nos dió brazos para moverlos en el 
ejercicio del trabajo; sino podemos emplear- 
los en labores que nos den pon, porque la 
suerte quiere negarnos este socorro, al me- 
nos, movámoslos salvondo-el cuerpo de mi- 
serias, lavando los harapos, que agua, aire 
y sol, volvemos á repetirlo, no niega la natu- 
raleza ni á los más míseros. 

El aseo es uno de los objetivos que de- 
debiera perseguir constantemente toda so- 
ciedad culta, porque á los beneficios que 
reporta á la higiene común, hay que añadir 
la que presta al espíritu. 

Si nos agitamos en una atmósfera pesti- 
lente, por fuerza nueslras almas bajarán 
al nivel de nuestra vida material, y nos ve- 
remos envueltos en un caos de miserias 
repugnantes. 

Emilia Pardo Bazán, la fecunda y bri- 
llantísima escritora, honra y prez de los le- 
tras castellanas, ha dicho: «Siempre he 
tenido á París en concepto de la ciudad más 
pulcra del orbe, sin exceptuar á Florencia; 
en París se lavan diariamente las fachadas 
de las casas y las maderas de las ventanas; 
se enceran los pisos; se barren primorosa- 




LOS ESPOSOS 



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mente las calles; se exige á los dependientes 
de tienda, sirvientes y hasta obreros un 
aseo personal de que prescinde mucha gen- 
te rica española; pero actualmente, con mo- 
tivo de la Exposición, París ha echado el 
resto; no se ve una mota de polvo; la pin- 
tura despide el fresco brillo del barniz; 
los bronces relucen; los cristales se cla- 
rean, diáfanos como el aire mismo; los es- 
caparates son un canastillo de flores, y 
hasta las flores en que parece no cabe aliño, 
escogidas por manos hábiles, agrupadas ar- 
tísticamente, ceñidas con lazos de cinta 
ponposa, levemente salpicadas de gotitasde 
agua, tienen la nitidez virginal de las flores 
de cerámica». 

En presencia de tan hermoso cuadro 
¿puede el espíritu empequeñecerse? Nol Solo 
cuando llega á respirar el mefítico ambiente 
del abandono, de la miseria, del desaseo que 
engendra ideas mezqu'nas, faltas de vuelo 
y raquíticas, como las conciencias de los 
criminales que se revuelven en el fango, 
como los reptiles más repugnantes. 

La pulcritud tiene un aroma encantador, 
que lo trasmite por entero á cuanto con ella 
se roza. El buen gusto y el arte, así como la 
belleza del cuerpo y hermosura del alma, no 




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LOLA LARROSA DE ANSALDO 



se conciben sinó aunados con la pulcritud. 

La mujer que se presenta en sociedad con 
los encajes del cuello ajados, y de un color 
dudoso; el vestido prendido, disimuladamen- 
te, con alfileres, una que otra mancha en 
sus faldas, el cabello sin alisar, el calzado 
sin limpiar, y con el pañuelo de manos casi 
sucio, y las uñas (¡horror!) ucusando duelo, 
seguramente que no hay para qué ver la 
casa de tal dama, para compadecer su fami- 
lia. En el seno de ese hogar se oirán siempre 
los gritos destemplados del desorden, hijos 
de la mala educación y del olvido de sí mis- 
mos. 

Eso mujer, aunque luzca vestidos de sedo, 
costosas alhajas, y sea una señora distingui- 
da, sólo será, para los que comprenden la 
verdadera distinción, una mujer cualquiera, 
una vulgaridad, un ente, en una palabra, un 
ser que menosprecia el sentimiento de la 
belleza, que Dios depositó en el alma de sus 
hijos, como una huella de su divino paso por 
el mundo! 

Ved en cambio á la mujer pulcra y verda- 
dera dama de sociedad. En su atavio co- 
rrectísimo, no se ve jamás el más pequeño 
desoliñor^ni un encaje desgarrado, ni una 
mancha en sus vestidos: su cutis brilla con 




LOS ESPOSOS 



161 



la lozanía de la frescura: sus cabellos suaves 
y limpísimos adornan con gracia su frente; 
sus manos son modelo de finura, y hasta en 
la elección de sus alhajas se nota la delica- 
deza de su buen gusto, porque no pretende 
deslumbrar; toda su atención está en la com- 
postura armónica de su persona, de la cual 
se desprende el perfume suave de la pulcri- 
tud y déla elegancia. 

No es menester serum Salomón para adi- 
vinar lo que será el hogar de esa mujer. 
Tras ella se columbra el orden, los afectos 
del alma y la paz, envidiable bien de las 
conciencias rectas, y base segura de la pa- 
sajera felicidad que nos es dado disfrutar en 
este mundo. 

Pero, volvamos á nuestros amigos. 

En vano Henry había buscado trabajo. 
Todo recurso parecía huir de él. 

Liceta intentó coser, pero no pudo, la de- 
bilidad la hacía desfallecer. Sus ojos de tan- 
to llorar no podían fijarse en la costura. 

Henry besaba los cabellosde su pobrecita 
compañera y la estrechaba contra su pecho, 
como si aquel pecho enflaquecido pudiera 
trasmitir á su amada compañera el calor de 
la vida que á él le faltaba. Y al mirarla 
junto á sí, silenciosas lágrimas, que al bro- 




162 



LOLA LARLOSA DE ANSALDO 



tar destrozaban su corazón, surcaban sus 
pálidas mejillas yendo á perderse entre los 
cabellos de su esposa. 

En secreto se acusaba de aquella situa- 
ción dolorosísima. 

— Quizá — pensaba el infeliz — nuestra ve- 
nida á España ha\a sido causa de nuestra 
desgracia. ¡Cuánto no diera por volver á 
América, respirar aquellos aires aromados 
por su vejetación exuberante y fértil; dilatar 
el espíritu contemplando la extensa campiña 
sembrada de mil y mil florecidas silvestres, 
y sentir el arrullo de 1a paloma torcaz que 
entre la arboleda umbrosa y espesa murmu- 
ra sus secretos amores! 

Liceta, que soñaba con su amada patria, 
al adivinar los pensamientos de Henrv, di- 
simuló sus anhelos, y siempre noble, siem- 
pre abnegada, consolaba á su esposo, di- 
ciéndole: 

— Aquí también, querido Henry, podemos 
bailar el bienestar que anhelamos. Si apa- 
cible y risueño es el cielo de mi patria, no lo 
es menos el de la tuya. Dios está en todas 
partes. Amémosle, pues, aquí como allá! 

¡Bendita sea la templanza que nos da la 
sublime religión de Cristo! 

Henry y Liceta, que adoraban á Dios, se 




LOS ESPOSOS 



163 



complacían en sentirse buenos. En medio 
de la amargura que les rodeaba, ni él, ni 
ella, tenían rencores contra la existencia; 
nada podía destruir la dulzura de sus almas. 
La pena los mataba, pero, á riesgo de todo, 
salían incólumes sus pensamientos, reflejos 
del alma y del carácter, libres de torpes ven- 
ganzas. Miraban á todos los séres con dul- 
zura, y sin embargo, el dolor los minaba, 
acentuándose más y-más en sus ojos la tris- 
teza infinita que llenaba sus corazones. 

La filosofía cristiana de Henry hacíale 
ver las cosas bajo un prisma tan consola- 
dor, que cuanto más grande era su que- 
branto, más inmensa erasu conformidad y 
su acatamiento por los inescrutables desig 
nios del cielo. 

Y Liceta, como amorosísima paloma, ple- 
gaba sus alas, y quieta, dirigía sus miradas 
al firmamento, y á su esposo simultánea- 
mente, bebiendo en los ojos de éste la tran- 
quilidad que se desprendía de su alma. 

Un día, ¡ día infausto ! Liceta había podi- 
do salir á la calle. Aunque le era imposible 
coser, iba sin embargo en busca de costura: 
iquería hacer un último desesperado es- 
fuerzo ! 

Al volver una esquina exhaló un grito pe- 




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LOLA. LARROSA DE ANSALDO 



netrante, y pálida, aterrada, dió unos pasos 
hacia atrás, apoyándose desfallecida contra 
la pared. 

Frente á frente tenía á don Manuel Nélter! 

Imposible pintar la expresión de gozo que 
asomaba al rostro de don Manuel. Una ex- 
clamación de regocijo había brotado de su 
pecho, y avanzando lleno de anhelo hasta 
Liceta, como si temiese que ésta desapare- 
ciera de su vista por obra de encantamiento 
intentó apoderarse de una mano de la joven, 
pero ésta dió otro grito y quiso huir. 

La calle estaba desierta. 

Nélter cogió por la falda á la joven, y an- 
heloso díjole: 

— ¡La buscaba á V.! ¡Cuánto vagar inú- 
tilmente! Al fin tengo la dicha de hallarla; 
ya no perderé su pista. Sé que está V. en 
la miseria, y esta vez cederá á mis súplicas, 
aunque tan solo sea por el hijo que lleva 
en sus entrañas. No puede V. desoirme, 
Liceta, porque decreta V. por hambre la 
muerte de su hijo ! 

— ¡Dios míol ¡Dios mío! ten compasión 
de mí !— dijo la pobre joven ahogando los 
sollozos. 

Y Nélter sonriendo ante aquel dolor agu- 
do, prosiguió: 




LOS ESPOSOS 



165 



— ¡ Y quiere la suerte que ni la miseria, 
ni los sufrimientos, borren la peregrina her- 
mosura de su rostro, hoy mil veces más be- 
llo que antes I 

Y tenía razón. 

Parecíase su semblante al de una virgen. 
Pálida como la azucena; las facciones adel- 
gazadas hacían más delicado el conjunto; 
los ojos agrandados y dulcemente abiertos, 
guarnecidos de luengas pestañas, al mirar- 
los, parecía verse el cielo tros ellos, aunque 
eran negros como la noche; pero era tal su 
serenidad, tal su mansedumbre, que más 
había en ellos de los cielos que de la tie- 
rra. Llevaba sus hermosos cabellos casta- 
ños peinados hacia atrás, lisos, sin preten- 
siones, dejando ,al descubierto la frente alta, 
noble, de donde arrancaba la nariz de un 
corte purísimo. Y la boca, preciosísimo de- 
talle de su rostro, con el dolor había adqui- 
rido una expresión tan triste y melancólica 
que prestábale doble atractivo, é irresistible 
encanto. 

Liceta viéndose libre de la presión que 
don Manuel había hecho en sus faldas, em- 
prendió precipitada marcha. 

Dejóla ir; pero púsose en su seguimiento. 

La joven notó inmediatamente que era se- 




166 



LOLA LARROSA DE ANSALDO 



guida, v apresurando el paso, cruzó calles 
y más calles tratando de desorientar á su 
malhadado perseguidor. jVano intento! 

Nélter, siempre sonriente, seguíala sin dar 
muestras de cansancio, mientras Liceta per- 
día por momentos las fuerzas, y el terror 
invadía su pecho. 

Desfallecía en presencia de aquel hombre 
funesto. 

Cruzaba á la sazón ante un templo. El 
cielo la guiaba. Entró precipitadamente y 
quebrantada dejóse caer junto á un altar en 
suplicante actitud. 

Nélter iba á entrar, pero retrocedió pálido 
y serio, y quedóse en el átrio esperando. 

A su alma depravada se le impuso la au- 
gusta y sublime majestad de aquel recinto. 

Mientras tanto Liceta rezaba implorando 
la clemencia de Dios, derramando raudales 
de llanto sin lograr que la oración aquietase 
los violentos latidos de su pecho. 

La tarde caía, y la joven, llena de es- 
panto, pensó cómo se libraría de su perse- 
guidor antes que la noche se viniese encima. 

El recuerdo de Henry aumentó sus angus- 
tias. Ella esperaría, y al notar su retardo la 
desesperación le mataría pensando en los 
peligros <jue podía correr su esposa. 




LOS ESPOSOS 



1G7 



La joven reunió todas sus fuerzas, y des- 
pués de clavar suplicante mirada á la Madre 
Santísima de Dios, salió del templo con más 
valor que nunca en el pecho. 

La primera figura que se ofreció á los ojos 
de la joven fué Nélter, que de pie y con los 
brazos cruzados esperaba á su víctima. 

Liceta resuelta dirigióse á Nélter, mientras 
este la miraba con alguna sorpresa. 

La esbelta figurando Liceta, envuelta en 
el largo y negro manto que la cubría de 
pies á cabeza, avanzando hasta su verdugo, 
parecía la imagen de la amargura. 

— Por favor, señor Nélter, con el corazón 
des! rozado por entero, con el alma anegada 
en lagrimas, yo le suplico que no me sigal 
Déjeme V. volver á mi caso, y olvídeme; yo 
pertenezco por completo á mi esposo, y hoy 
mas que nunca quiero continuar por el sen- 
dero que Dios tiene trazado á la esposa fiel! 

Y mientras decía esto, la joven seguida- 
mente pensaba: 

—¡Miserable! Tengo que hablarte supli- 
cante, cuando debiera una y mil veces arro- 
jarte al rostro tu abominable conducta de 
América! 

Y Nélter, siempre inalterable, respondió 
ála súplica de la joven: 




168 



LOLA L ARROSA DE ANSALDO 



— Pero, infeliz, la miseria la matará. 

— Ah! jNo comprende V. la infinita felici- 
dad de la virtud! Hasta en la postrer angus- 
tia de mi martirio, mi olma tendrá una 
sonrisa, porque volará pura al seno de 
Dios! 

No había afectación en el lenguaje de la jo- 
ven; por el contrario, había tanta magestad, 
tal solemnidad en las frases de aquella mu- 
jer, que Nélter, sintiendo quizá un movimien- 
to generoso de piedad, allá en el fondo de 
su pecho, dijo brevemente. 

— Puede V. seguir tranquila su camino. 
Yo me retiro, señora. 

Liceta intentó formular una frase de agra- 
decimiento, pero Nélter no le dió tiempo, 
porque se alejo de ella, caminando por lado 
opuesto. 

Liceta se llevó las monos al pecho y respi- 
ró libremente, volviendo hacia el templo sus 
ojos preñados en lágrimas. 

Se sentía verdaderamente enferma. La 
lucha de aquella tarde, su embarazo ya avan- 
zado, y la debilidad que sentía, pues hacía 
muchas horas que no probaba bocado, por- 
que no había ni pan en su mísera bohardilla, 
hacíale scráir mareos y desfallecimientos 
mortales. 




LOS ESPOSOS 



169 



Con poso tardo, poco á poco, fué aproxi- 
mándose á su casa, no sin que de vez en 
cuando volviese la cabeza temiendo ser 
seguida. Pero nada vió que pudiera alarmarlo. 
Comenzaban á encenderse los faroles, y la jo- 
ven trató de apretar el paso. 

No bien, Liceta se había alejado, el infame 
Nélter volvióse, y cautelosamente, escondien- 
do su persona á cada instante en cuanta 
puerta hallaba á síT paso, logró de esta 
manera conocer el domicilio de la infortuna- 
da esposa. 

jDestinado estaba que Liceta había de apu- 
rar la hiel de los dolores hasta la última 
amarguísima gota! 

Des Je aquel día, las fuerzas de Liceta dis- 
minuyeron notablemente. Ya no pudo salir 
más, ni tampoco lo hubiera intentado. 

Nada dijo á Henry de su fatal encuentro. 
¿Pera qué? 

La abnegada mujer quería sufrir siempre 
sola, evitando á su marido las amarguras que 
ella experimentaba. La tranquilidad de Hen- 
ry era para ella sagrada; nunca su palabra 
fué causa de que el esposo sufriera. 

Liceta tenía el corazón tan hermoso y tan 
noble, que en él no podía penetrar el senti- 
miento torpe del egoísmo. 




170 



LOLA L ARROSA DE ANSALDO 



— Comporta él mis alegrías, que yo sabré 
ocultar mis dolores, para que no aumenten 
los suyos. El mundo le proporciona prue- 
bas amargas; luchar y siempre luchar por la 
vida! El es el brazo fuerte, la sombra cariño- 
sa, mi fiel sostén. Velar, pues, por su dicha 
es para mi alma único goce. Soy su esposa. 
Es decir; soy el dulce bálsamo de sus penas, 
el lecho de rosas donde él se reclina buscan- 
do el reposo de los buenos; soy el lago sereno 
donde él apaga su sed; el cielo azul donde 
entrevé la dicha de su alma entera! ¡Dios 
mío! ¡Dios mío! Dadme las fuerzas de la mu- 
jer cristiana de la Santa Biblia, para que os 
ofrezca en el altar de mis afecciones, la gran- 
deza inmaculada de mi corazón de esposa! 

Y pensando así la fiel mujer, asaltábale 
dolorosa congoja, temiendo que Nélter aten- 
tara de nuevo contra Henry. 

Quiso retener junto á sí á su esposo; pe- 
ro este, como el más fuerte tenía que lanzar- 
se á la calle en busca del alimento que les 
faltaba. 

Las puertas todas permanecían cerradas 
para los infelices. 

El trabajo les negaba sus fuentes benéficas 
y salvador?#. 

Nada! Siempre nada.! 




LOS ESPOSOS 



171 



¡Desdicha sin igual I 

Rostros fríos por todos portes; insúltente 
lujo rozándose con los harapos. Henrv veía 
pasar junto á sí, en carrera desenfrenada, so- 
berbios troncos, arrastrando lujosísimos li- 
breas, y altaneros señores, que, á modo de 
príncipes en sus tronos, miraban en torno 
con altivez despreciativa. 

Y desaparecía aquel boato de su vista, pa- 
ra dar paso á nuevos y delumbrantes trenes. 
Mientras tanto él, allí, arrinconado, junto al 
quicio de una puerta, sintiendo hombre y 
frío, y pensando en la querida mujer, que 
sola gemía en la bohardilla, en aquella mujer 
tan buena, tan digno, tan virtuosa, mejor 
mil veces que todos las vanas que por allí 
cruzaban, soberbias con su poderío de rique- 
zas y, envueltas en deleznables galas, de 
efímera existencia! 

Ah! mísera condición humana! 

Cuando la desgracia bate sus alas tenebro- 
sos sobre los míseros hogares, hasta la luz 
del sol parece perder su brillo, y todo lo ve- 
mos triste, apagado, con la frialdad del vacío 
y de un más allá desgarrador. 

El cerebro se tortura, siéntese abrasado, y 
angustias de muerte subiendo al pecho, co- 
mo lenguas de fuego de volcán, quieren aho- 




172 



LOLA LARftOSA t)E ANSALtO 



gamos, mientras el cuerpo sacudido por la 
violencia de una fiebre interminable, va con- 
sumiéndose, allí, suinerjido en aquel rin- 
cón olvidado á donde no llega la mirada de 
nadie, ni nadie puede oír los quejidos de la 
miseria! 

Liceta sintióse mal. La palidez de la muer- 
te pintóse en su rostro. Aquella naturaleza se 
agostaba como la flor maltratada por el 
cierzo. 

¡Los días sin auroras de la pobreza, van 
dejando sombras de melancolía en el alma, 
sombras que no logran borrarse ni con las 
dulces brisas de la dicha! 

Henry miró á su compañera con desespe- 
ración, y, loco, desolado, salió corriendo de 
su vivienda, llevando en los labios y en el 
alma el nombre de Dios. 

Había llegado la noche, y no volvía. 

Un temblor convulsivo agitaba el cuerpo 
de Liceta. El hambre y más que el hambre, 
la idea de que su esposo sufría al igual ó más 
que ella, le desgarraba el corazón. 

En este estado de postración, sintió pasos 
en la desvencijada escalera. 

Vacilante salió de su habitación para 
recibir erfsus brazos al esposo querido, más 




LOS ESPOSOS 



173 



echó de ver en seguido que los posos no eran 
del ser ornado que esperaba. 

Llena de miedo, y tratando de no hacer 
ruido, favorecida por lo oscuridad, se ocultó 
en un rincón del extremo opuesto del pasillo. 

El que subía renegaba, á media voz de 
la absoluta escasez de luz, y para orientarse 
encendió un fósforo. 

Liceta desde su escondite, pudo ver, sin 
ser vista, y ahogó un grito al reconocer ó 
don Manuel. 

Permaneció quieta, temblando, casi sin 
respirar por temor de ser descubierta. 

El infame perseguidor de Liceta, se diri- 
gió rectamente á la única puerta que veía, 
que era la de la bohardilla. Encontró la puer- 
ta abierta y penelró. 

Liceta le oyó murmurar, y luego le vio 
salir. 

Se sintió desfallecer, y sus labios murmu- 
raron una oraci n. 

Estaba sola, enferma, y su desamparo 
podía ser arma para aquel miserable. 

— jDios Misericordioso! — pensó la infeliz 
— ¿Cómo se atreve este hombre á hollar con 
su planta el mismo suelo que pisa el hom- 
bre que él tanto ultrajó? Tiemblo, Dios mío... 
Un encuentro entre ese hombre y mi esposo 




174 



LOLA LARROSA Dfe ANSALÜO 



sería fatal! ¿Qué nueva prueba me está re- 
servada. Dios y Señor mío? 

Nélter manifestó su disgusto en voz alta, 
y al bajar las escaleras repitió varias veces 
— «Volveré, volveré». 

En cuanto hubo desaparecido, Liceta, 
penosamente llegó hasta su vivienda, y ce- 
rrando por dentro, cayó de rodillas, lloran- 
do amarguísimamente. 

Pocos momentos después se presentó Hen- 
ry. 'Los brazos enflaquecidos de Liceta ciñe- 
ron amorosamente el cuello de su esposo, 
y los dos estrechamente unidos, derrama- 
ron allí entre las sombras raudales de si- 
lencioso llanto. 

—¡Toma, toma!— dijo Henry febrilmente, 
y poniendo en manos de su esposa un trozo 
de pan agregó: 

— Un niño, hermoso como un ángel, y 
harto ya de comer, dejólo junto al quicio de 
una puerta, ¡Cóme, Liceta, cóme, y ten va- 
lor, esposa querida! 

Liceta compartió el pan con su esposo, 
aunque este se negaba, y con el acento dul- 
císimo de los ángeles, ocultando sus zozo- 
bras, le dijo: 

— ValorXsí, un día más, no importa; la 




LOS ESPOSOS 



175 



Sontísima Virgen Madre Amorosísima, ve- 
lará por nuestro hijo! 



¡Cuán hondamente se conmueve nues- 
tro pecho ante estos desgarradores cuadros 
del infurtunio trazados con lágrimas; pero, 
cuán infinito es á la vez nuestro consuelo y 
la gratitud de nuestra almo al ver la resis- 
tencia del espíritu que lucha sin caer, defen- 
diendo con el escudo-poderoso de la fé, la su- 
blime religión de Cristo! 




176 



LOLA LARROSA DE ANSALDO 



IV. 

E^L, DJ?jD 0 ÜEl JD jos 

Alicia sentía deslizarse los días como un 
sueño. 

La dicha le sonreía. 

Entre el amor de su esposo y el cariño en- 
trañable de su abuela, la joven cría que no 
existía mas mundo que aquel en donde eUa 
se mecía, como el pajarillo que se columpia 
feliz en la movible rama al borde de su nido, 
saludando con trinos los albores de la ma- 
ñana, y oyendo los gorgeos de sus compa- 
ñeros. No temía las tempestades. Pero, ¡ay! 
una mañana, Alicia tembló de espanto, des- 
pertando rudamente del dulcísimo ensueño 
que envolvía su alma cándida. 

Su padre apareció de improviso. Nadie le 
esperaba. 

Por fortuna en aquel instante hallábase 
ausente Jorge Vallier. 

El padre^entró torbo y mirando en torno. 
Alguna aíma caritativa habíalo enterado de 




LOS ESPOSOS 



177 



la trasformación operada en el seno de su 
hogar. 

Doña Carmen no perdió la serenidad, pero 
Alicia más muerta que viva, refugióse jun- 
to á su abuela. 

— ¿Es este el recibimiento que me hace 
mi hija, á la vuelta de tantísimo tiempo de 
ausencia? 

— Perdónala, pero, á ella y á mí nos so- 
brecoje tu aspecto; 'entras tú, hijo mío, con 
modos tan poco tranquilizadores... 

— Porque en esta casa — dijo Marcos com- 
pletamente demudado por la ira — se han 
burlado de mis derechos, y lo que es peor, 
han querido provocar mi enojo, pero, ¡vive 
Dios! que yo les probaré quien soy! 

Alicia afligidísima lloraba junto á su abue- 
la, mientras que ésta, resignada, pero firme, 
repuso con la energía que le permitían sus 
años: 

— Marcos, escucha: al dejar esta casa me 
dijiste: «V. es bastante sensata para que no 
le confíe la suerte de mi hija; V. es dos ve- 
ces su madre, y parto, pues, tranquilo, au- 
torizándola para que disponga de la suerte 
de mi hija.» Yo soy vieja y achacosa: el te 
mor de la muerte me horrorizó pensando en 
nuestra Alicia. Un hombre de bien y hon- 




178 



LOLA LARROSA DK ANSALDO 



rado le ofrecía su mano; yo cumplí la mi- 
sión sania que me encomendaste: hice feliz 
á tu hija librándola del desamparo. 

Otro hombre que Marcos hubiera enmu- 
decido avergonzado ante las poderosas razo- 
nes de doña Carmen, pero el padre de Ali- 
cia, dejando triunfar su indómito carácter, y 
enconado más aún quizá por la derrota en 
que le ponía el dulce razonamiento de la 
anciana, gritó con impetuoso enojo: 

— Yo no me he muerto ¡canastos! y han 
pasado por encima de mí, irritándome te- 
rriblemente. No reconozco casada á mi hija 
y ¡ay! de ella y del mequetrefe que se ha in- 
troducido en mi familia! Ahora mismo arre- 
glaré cuentas con. él!... 

Y al decir esto,aquel hombre transformado, 
horrible en su fiereza, agitó nerviosamente 
el mango del puñal que llevaba á la cintura 
y que asomaba bajo la blusa. 

Alicia dió gritos de terror, mientras la an- 
ciana recibía en sus brazos á la pobre jo- 
ven esposa. 

Mientras dura este momento de pánico, 
describiremos rápidamente á Marcos. 

Es un hombre alto, de musculatura de hie- 
rro, de rosero tostado por el sol; sus faccio- 
nes son algo rudas, poro aunque alteradas 




en aquel instante por tremenda cólera, adi- 
vínase que cuando la calma impera en su 
pecho, como tras la tempestad aparece la 
dulce bonanza de la naturaleza, su rostro, 
lejos de ser repulsivo, es atrayente, porque 
revela rasgos de un corazón noble, digno de 
mejor carácter. 

Sin embargo, si Marcos era bueno, en 
aquel instante no lo parecía. El aspecto de 
su persona, ataviado con el traje de obrero; 
con su blusa flotante y la gorra encasqueta- 
da, bajo cuya visera brillaba su mirada 
preñada de amenazas, y la mano derecha 
apretando el mango del puñal, con el que 
amenazaba muerte y venganza, todo hacía 
creer que aquel. hombre era un mal sugeto. 

— Modérate, Marcos, y vé tú el dolor de 
esta pobre niña, que no merece sufrir así. 

— ¿Dónde esta ese hombre? Quiero matar- 
lo, como se mata á un perro dañino! Fuera de 
mi casa, el que ha querido pertenecer a mi 
honrada familia! Mi hija, esta hija traidora 
que burla la voluntad de su padre, solo se- 
rá esposa de un obrero, no de un mozalvete 
de esos que tienen oro, y que á la par de sus 
monedas hay que contar sus vicios, y sus 
crímenes! 

Y el enfurecido hombre, al decir esto, en- 




180 



lóLa larrosa de aKsalOo 



tre contorsiones de ira, registró toda la casa, 
y luego pasando rápido entre las dos atribu- 
ladas mujeres, blandiendo su daga, desapa- 
reció por la puerta de entrada oyendo que 
bajaba las escaleras de dosen dos. 

— ¡Madre mía, yo muero! — gritó Alicia 
próxima á perder el sentido. 

— Favor! Socorro! — gritó á su vez la an- 
ciana, temblando nerviosamente, sin poder 
moverse del sillón. 

Pocos momentos transcurren, y algunas 
vecinas acuden, llenas de asombro. 

En aquellos instantes óyese tropel de gente 
en la escalera, y murmullo de muchas voces. 

Alicia desolada quiere salir, las vecinas 
pretenden detenerla, y en el mismo instante 
aparecen varios hombres trayendo en brazos 
el cuerpo casi inerte de Marcos, con el cabello 
en desorden, el cuello de la blusa y de la ca- 
misa abiertos y una que otra mancha de san- 
gre en sus ropas. 

Alicia y la abuela dan un grito de espanto, 
mientras los hombres que conducen al he- 
rido, se apresuran á decirles: 

— No hay que alarmarse, señoras; este 
buen hombre ha sido atropellado por un ca- 
rruage; H5a al parecer ciego, atravesando la 




calle, y en esto ha sucedido la desgracia. 
Pero no es gran cosa, según parece. 

Marcos había perdido el conocimiento. 

Las mujeres todas ayudadas de Alicia con- 
ducieron el herido hasta el lecho de la alco- 
ba, y mientras ellas desaparecían de la es- 
tancia, Jorge Vallier, elegantísimamente 
vestido, aparecía por otro lado, dejando 
precipitadamente el_abrigo y el sombrero 
sobre un sillón, y corriendo hacia doña Car- 
men, exclamó sofocadamente. 

— jPor Dios! ¿Qué pasa? j Alicia! ¿donde 
está? ¿Por qué hay manchas de sangre en 
la escalera? Los vecinos forman corrillos, 
me miran con curiosidad.... ¡Ay! y V. 
llora.... 

Todo esto el joven lo dijo de un tirón, 
rnpidisimamente, y corrió al mismo tiempo 
hacia las habitaciones interiores, pero la an- 
ciana intenta detenerlo con acentos supli- 
cantes. 

—Ya vuelve Alicia, ven, no te vayas, te lo 
contaré todo. 

Jorge, sin embargo, nada atiende, pe- 
netra en la habitación donde están los de- 
más, y en seguida vuelve á salir, pálido y 
demudado. 

— Jorge, sucedió lo que tanto temíamos. 




182 



LOLA LARROSA DE ANSALDO 



el padre de Alicia se nos ha presentado de 
improviso. Su furia no reconocía limites, 
pero quizá Dios ha querido que ocurra lo 
que ha ocurrido. 

— jQué quiere usted decir! — exclamó Jor- 
ge, mirando alternativamente á la abuela y 
á la habitación donde sabe que está su es- 
posa. 

— Que al salir, Marcos, de aquí ciego de 
cólera, quizá con ánimo de esperarte abajo, 
al cruzar la calle parece que un carruaje le 
atropelló... 

— Cielo Santo!... Pero ¿está en peligro? 
¿Han enviado por un médico? 

— No lo se; creo que no — dijo la anciana, 
enviando al jóven una mirada de gratitud 
por su arranque expontáneo. 

— Voy por él en un instante. Usted dirá á 
Alicia... 

No concluyó el joven la frase. En aquel 
instante entraba Alicia y corrió hacia él con 
los brazos abiertos, y con acento imposible 
de describir, dijo entre sollozos: 

— Jorge! Querido esposo mió!... 

Los esposos se abrazaron, mientras la an- 
ciana con el rostro oculto entre las manos 
lloraba silenciosamente. 

—Amada mía--dijo Vallier apartando de 




LOS ESPOSOS 



183 



sí suavemente á su esposa. — No hay tiempo 
que perder. Evitemos uno desgracio. Voy en 
seguida por un médico. 

—Gracias! gracias! — murmuró Alicia es- 
trechando nuevamente entre sus brazos á 
Jorge. 

Este besó tiernamente á la joven y to- 
mando el sombrero salió rápidamente. 

Las vecinas comenzaron á salir una á 
una mientras Alicia'~dábole las gracias, y 
así que obuelay nieta quedaron solas, Alicia 
dijo: 

— Le hemos vendado las heridas, pero aun 
no ha vuelto en sí. Yo he suplicado á esa 
gente, después de darles las gracias, que se 
ret re, que por el momento nada necesita- 
mos; evito así que se enteren... 

— Sí, sí, has hecho bien, hija mia, pero 
tú estás enferma, si no me engaño... 

La frente vías manos de Alicia ardían. 

— Y tú, y tú, madre mía? Te noto palidí- 
sima... 

Y la joven se inclinó besando amorosí- 
simante los cabellos de la anciana, pero esta 
que hasta aquel instante había estado ha- 
ciendo esfuerzos por sobreponerse a las te- 
rribles escenas ocurridas, acometióle una 




184 



LOLA L ARROSA DE ANSALDO 



congoja que le privó de responder á su 
nieta. 

Esta, alarmadísima dió un grito. 

—Dios mió! jAbuelo, abuelo, madre mía, 
por Dios, suelva usted en sí! ;Ay! y estoy 
sola! 

Mientras la joven corre en busca de agua 
de Colonia para hacer respirar á la anciana, 
vuelve Jorge, y entrambos, conducen á la 
cama el cuerpo inanimado de doña Carmen. 
El médico, en vez de uno tiene que asistir á 
tres. Alicia tiene fiebre, que aumenta por 
momentos. 

El doctor ordena que Alicia guarde cama 
en seguida. 

La joven está ya en cintayporsu estado, 
requiere mucho cuidado á causa de la exci- 
tación nerviosa que sufre. 

La anciana, por su edad ofrece peligro. La 
conmoción moral que ha recibido le ha cau- 
sado mucho daño, y será menester de in- 
finito cuidado pora evitar una desgracia. 

En cuanto al padre de Alicia, tendrá para 
un mes de cama. 

En la cabeza tiene una herida de algún 
cuidado, la curación, pora ser buena, tendrá 
que ser len¿a. 

Jorge, se ve, pues, de un momento á otro 




LOS ESPOSOS 



185 



rodeado de tres enfermos que reclaman su 
mas delicada atención. 

El solo, no puede desempeñar tan grave 
cometido. Es menester buscar quien le acom- 
pañe á cuidar sus queridos pasient.es. 

Alicia abandonará el lecho, pero, delicada, 
no podrá desempeñar el delicado cargo de 
enfermera. 

El esposo piensa en una hermana de cari- 
dad, dulcísima y piadosa compañera de los 
que sufren, y una vecina se encarga de ha- 
cerla venir aquella misma tarde. 

Ya las sombras de la noche envolvían todos 
los objetos. 

Los enfermos reposaban, y Jorge en la pe- 
queña salita, abstraído, guardaba silencio, 
sentado en una silla junto á la puerta de la 
alcoba. No se oía más ruido que el que pro- 
duce el péndulo del reloj, que, invariable, 
marchaba lento y acompasado marcando las 
horas una tras otra, con la indiferencia del 
tiempo que avanza y avanza siempre, sin 
importarle los acontecimientos, sin alterarle 
los cataclismos. 

El tiempo es un gigante enorme, bajo cuya 
planta, en su marcha incesante, va quedan- 
do todo; todo perece bajo su mano implacable 




186 



LOLA LARROSA DE ANSALDO 



y destructora y sólo él avanza siempre igual 
á Iravés de los siglo y de las edades. 

Jorge, de vez en cuando se levantaba de 
su asiento, y de puntillas entraba en la alco- 
ba, saliendo luego para aproximarse á la 
puerta cjue daba al pasillo de la escalera. 

En su preocupación había olvidado de en- 
cender luz, y en la habitación no se veía más 
claridad que la del braceriüo del calentador 
donde preparaba una tizana para doña Car- 
men. 

Se oyeron pasos en la escalera y el mur- 
mullo de dos voces. Los que se acerca- 
ban hablaban cautelosamente, prevenidos 
ya de que había enfermos en el quinto 
piso. 

Los pasos se detuvieron junto a la puerta 
donde escuchaba el joven, y poco después 
se oyó llamar suavemente. 

Con igual precaución abrió el joven, y dos 
mujeres penetraron en la estancia. 

Eran una hermana de caridad, y una ve- 
cina. 

Esta por lo bajo dijo á Jorge: 

— Esta es la hermana que va á asistir á 
los enfermos; en cuanto é mí, si algo se 
ocurre no lia y más que llamarme. No me 
quedo deSae luego á hacer ú ustedes compa- 




LOS ESPOSOS 



187 



ñía, porque mi familia menuda me necesita 
y espero aún á mi marido de la oficina, con 
la cena preparada. 

— Gracias, señora; agradecemos muchísi- 
mo su buena voluntad. 

La hermana hizo un movimiento brusco, 
pero nadie lo notó pues la vecina ya salía 
y Vallier cerraba nuevamente la puerta. 

— He olvidado de encender luz — dijo Jor- 
ge — pero, venga V., hermana, siéntese aquí 
que en seguida le enteraré del tratamiento 
prescrito por el facultativo. 

La hermana no se movió del sitio en que 
estaba. 

Jorge, mientras preparaba la lámpara, 
continuó: 

— Mi esposa sólo tendrá unos días de ca- 
ma, pero no así mi señora abuela y mi sue- 
gro; creo que habrá para un mes. 

La habitación se iluminó con suave luz, 
v Jorge fué hacia la hermana instándola 
para que descansara. 

El joven habíase aproximado hasta muy 
cerca de ella, y retrocedió unos pasos, en 
seguida, exclamo: 

— jDios mío! ¡Blanca! 

Blanca, pues efectivamente era ella, es- 
taba palidísima y seria. 




188 



LOLA LARROSA DE ANSALDO 



—Blanca — murmuró Jorge, aproximándo- 
se nuevamente á la joven — jPor Dios! Per- 
dóneme V., y no revele nada de lo que 
media entre los dos! Soy bueno, créalo V., 
amo á mi esposa que es un ángel y que 
no merece sufrir! No descorra V., por pie- 
dad, el velo de sus ilusiones, que yo mori- 
ría de dolor ante una sola lágrima suya! 
;Tenga V. compasión de ella y de mí! 

Blanca, inmóvil, y siempre pálida, son- 
rió amargamente, y luego murmuró: 

— No le altere a V. el temor de revela- 
ciones mías. Yo, ya no soy Blanca. Blanca 
murió en el martirio de sus remordimien- 
tos. Yo soy tan sólo la hermana María de 
los Dolores. Junto al lecho de su esposa 
velaré con el cariño que me inspira la mi- 
sión que me he impuesto para borrar mis 
culpas! Tiene V. razón, ello no debe verter 
lágrimas amargas! La inocencia no debe 
sufrir: todos los castigos deben ser para 
la mujer culpable! 

Jorge quiso hablar, pero, no encontró na- 
da que decirle, y ella, con mesurado paso 
cruzó la habitación y fué ó sentarse junto ú 
la puerta de la alcoba. 

Vallier embarazado ante aquella mujer á 
quien había hecho desgraciada, no acerta- 




LOS ESPOSOS 



189 



ba á discurrir, é interiormente lamentaba 
aquella casualidad extraordinaria que tan 
cerca los ponía uno del otro. 

Jorge sentíase bueno, amaba muchísimo 
á su esposa, y el recuerdo repentino que 
le traía aquella mujer de la falta con ella 
cometida, llenábalo de sombras y de re- 
mordimientos. 

Contemplando á Blanca allí junto á la 
puerta, velando el sueño de su esposa ino- 
cente, comprendía el joven lo enorme de 
su culpa, pues aquella desgraciada pudo 
quizá ser feliz y ser honrada si él no se hu- 
biese interpuesto en su camino. 

Mientras tanto, Blanca, agitada por el re- 
cuerdo de su vida pasada, representada en 
aquel hombre que veía junto á si; de aquel 
hombre que le traía á la memoria sus extra- 
víos, sentía el alma desgarrada pensando 
en el hogar deshonrado, en el esposo ul- 
trajado, y en los efectos para siempre per- 
didos. 

j Pobre mujer! 

Su arrepentimiento habia sido sincero, y 
por esto Dios le había concedido el consuelo 
de vestir las blancas tocas de la hermana de 
caridad, para que purificada por el sufri 




190 



LOLA LARROSA DE ANSALDO 



miento, fuero poco á poco, rescatando su 
alma del martirio de la culpa. 

Desviando su mente del drama de su vi- 
da, Blanca cogió el rosario que pendía de 
su cintura y llena de fervor quiso rezar, 
pero la voz de Jorge hízose nuevamente. 

— Hermana — dijo— vea V. aquí los medi- 
camentos para nuestros enfermos. 

Y rápidamente impúsole de las horas en 
que debían suministrarse. 

— Descuide V., quedo enterada. 

— Si V. me permite, me retiro á des- 
cansar. 

—Vaya V.; puede descansar todo el tiem- 
po que guste. Yo velaré incesantemente 
por los pacientes, con el mayor cuidado 
posible. 

— Gracias! 

No cambiaron más palabras, y desde ese 
instante ambos fueron, al parecer, indife- 
rentes el uno para el otro. 

Blanca quedó sola, y como el náufrago 
que se ase del tronco robusto que ha de 
salvarlo, así ella amparóse de su rosario 
rezando afanosamente. 

Más de una vez silenciosas lágrimas ro- 
daron por sus mejillas. 

¡Era qtíe sufría la última prueba! ¡Era 




LOS ESPOSOS 



19i 



que en nquella alcoba que ella, pecadora, 
guardaba como ángel custodio, reposaba la 
esposa fiel, la mujer honrada, la que merece 
toáoslos cariños y todas las consideracio- 
nes, mientras que ella la proscripta, la cul- 
pable, que pudo ser tan honrada, y buena 
como la mejor, caminaba ahora por el sen- 
dero de las arrepentidas, que, aunque con- 
solador está sembrado de abundantísimas 
lágrimas de eterno remordimiento. 

Cuatro días transcurrieron uniformes; 
Blanca se ausentaba algunas horas duran- 
te el día, y volvía luego á ocupar su pues- 
to junto á las cabeceras de sus enfermos. 

Jorge trataba en lo posible de no hallarse 
donde ella estaba, para evitar á Blanca y 
evitarse él mismo la mortificación de ingratos 
recuerdos. 

Alicia estaba en aptitud de peder dejar 
el lecho, y así lo hizo al quinto día. 

Una simpatía estrechísima unió desde el 
primer momento á las dos jóvenes, Alicia 
y Blanca. 

Alicia admiraba el rostro de Blanca mar- 
chito pero hermoso aún, y la profundísima 
melancolía que se notaba en su semblante 
que acusaba grandes y dilatados pesares. 

Ya levantada Alicia, y en las horas en 




192 



LOLA LARROSA DE ANSALDO 



que su padre y su abuela descansaban, á 
media voz, trabó conversación con Blanco, 
interesada vivamente por la suerte de aque- 
lla hermana que tan solícita mostrábase con 
ella. 

— Quizá sea importuna, pero, me inspira 
V. muchísimo interes. y como me parece que 
he tenido la dicha de serle á V. simpática, 
querría atreverme á hacerle á V. una pre- 
gunta. 

— La pregunta la he leído en sus ojos, 
que son tan bellos y tan puros que no sa- 
ben fingir. Quiere V. preguntarme algo re- 
ferente á mi vida, porque V. ve en mi ros- 
tro huellas de profundos padecimientos. 

jNo intente V. descubrir el fuego que 
guardan los volcanes! Su alma inmaculada 
respira un ambiente purísimo que no debe 
ser envenenado por el soplo abrasador de 
los pasiones. Bástele saber que he sido muy 
culpable, y que tras mi culpa arrastré la 
cadena de horribles sufrimientos condigno 
castigo de mi tremenda falta.... 

jYo he mendigado el pan de puerta en 
puerta, como la última infeliz, y la caridad 
pública me ha recogido, en noches de crudí- 
simo invierno, en que, helada, desfallecida, 




LOS ESPOSOS 



193 



yacía junto al quicio de una puerta, casi cu- 
bierta por la nievel 

— ¡Dios mío! — exclamó Alicia sintiendo 
que las lágrimas inundaban sus megillas. 

— jAh, señora! — continuó la hermana ele- 
vando sus ojos al cielo — Dios ha tenido pie- 
dad de mis lágrimas; el arrepentimiento 
brotó de mi alma, grande, íntimo, como 
brota de la fuente el agua límpida, fresca y 
que abundosa correr - lavando todo cuanto 
toca! 

—¡Dios mío! ¿Qué habría sido de V. si el 
arrepentimiento y la verdad de la religión 
de Cristo, no hubiera penetrado en su alma? 

—Me horrorizo tan solo de pensarlo! Al- 
go alcancé á probar del horrible martirio 
que le está destinado á la mujer culpable. 
jAv de ella! más le valiera no haber naci- 
do! Vivir arrastrando la cadena ignominio- 
sa de la culpa, y, como el Judío Errante, 
vagar siempre con el espíritu azotado por el 
pecado, repudiada de todos y de todos mal- 
decida, sin tener dónde apoyar la frente 
enardecida, porque al contacto de nuestro 
cuerpo todo se infesta y todo se mancha! 

—Oh! calle V.! calle V.! 

— Sí, pobre niña! Olvide V. mis palabras. 
V. es buena, V. es honrada, V. ama á su 




194 



LOLA LARROSA DE ANSALDO 



esposo, y V. como la mujer fuerte de la Bi- 
blia, tendrá dilatada familia, porque su fe- 
cundidad será la fecundidad del fruto sano 
y vigoroso, que esparce la simiente de don- 
de nace el bien, que es obra de Dios! 

Marcos llamó en aquel instante á su hijo, 
y la hermana aislándose en un rincón déla 
estancia, comenzó á orar. 

La herida de Marcos, continuaba delica- 
da, y tenía aún muchos días de curación. 
El enfermo, cuando ya se dió cuenta de su 
estado, pareció conmoverse, pero no éxpre- 
só sus sentimientos, ni sus ideas. Sin em- 
bargo, alguna transformación operábase en 
su ánimo. 

Mientras Alicia permaneció en cama, 
Marcos se informaba con afán del estado 
de su hija, y luego cerraba los ojos como 
dominado por profunda preocupación. Va- 
rias veces pareció que quería formular una 
pregunta, pero esta se negaba á salir de 
sus labios. 

Mientras tonto Jorge, por temor de cau- 
sarle perjuicio á su suegro, por el estado 
delicado en que se hallaba, se abstenía de 
penetrar en su dormitorio, pero se informa- 
ba minuciosamente de la marcha de su 




LOS ESPOSOS 



195 



enfermedad, poniendo todo su cuidado en 
que nada le faltase al paciente. 

Cuando Alicia pudo instalarse junto al 
lecho de su padre, pudo cerciorarse de que 
algo extraordinario pasaba en el alma de 
Marcos. 

Ningún reproche por parte de él, ni una 
palabra que demostrara enojo, ni resenti- 
miento, por el contrario, se oponía á que la 
joven velase, alegando el estado en que se 
hallaba y los cuidados que ella necesitaba 
para conservarse buena, y al ser objeto de 
las atenciones y ternuras de su hija que se 
desvivía por asistirlo solícita y cariñosa- 
mente, más de una vez, Alicia sorprendió 
lágrimas en los ojos de su padre que en va- 
no este trató de ocultar. 

Aquellos nuevos sentimientos que asoma- 
ban á los ojos del autor de sus días, llena- 
ron el alma de la hija, que como nunca 
sintióse dichosa al penetrarse del amor de 
su padre y de la reacción favorable que en 
él se operaba para bien de su felicidad. 

¡Dichosa la hija que puede llorar de enter- 
necimiento ante los manifestaciones del 
amor paterno! ¡Es tan dulce y tan gran- 
de sentirse íntimamente amada del pro- 
pio padre! Ah! ¿y cuando este, ageno á in- 




196 



LOLA LARROSA DE ANSALDO 



tereses mezquinos, todo lo sacrifica, empe- 
zando por sí mismo, en obsequió de la hija 
de su alma? 

¿Y cuando cree, como Marcos, sentirse 
agraviado por la hija, en una falta que no la 
es, y venciendo la terca voz de su <. rgullo y 
mol fundado encono, deja que el grito del 
amor paterno se alce sobre todo, haciendo 
triunfar los sentimientos nobles, sobre los 
sentimientos mezquinos? 

Ah! Benditos los padres amorosos, los 
padres nobles y sensatos, los padres que 
no se dejan llevar de egoístas senti- 
mientos, y que, en la hora de la oración, 
cuando la conciencia queda á solas con Dios, 
no sienten la voz del Criador que les dice: 
«¿Qué has hecho de tu hija?» 

Marcos pensó que él debía ser siempre 
para su hija fuente de inagotable cariño é 
indulgencia, y que amando cuanto ella ama- 
ba, no hacía más que unirse más y más á 
ella. 

Por esto, un día, Marcos, cogiendo una 
mano de su hija que estrechó entre las su- 
yas, le dijo suavemente: 

— Y tu esposo ¿está bueno? ¿Por qué me 
niega el gus^ de y erle? 

Alicia se arrojó en los brazos de su padre 




LOS ESPOSOS 



197 



y besando sus cabellos, rególos con lágri- 
mas mientras le bendecía una y mil veces. 

Mientras tanto Marcos murmuraba al oído 
de su hija: 

— Dile que me perdone, y que venga á mis 
brazos como hijo, que como tal le quiero. 

Alicia desfalleciente de dicha corrió á no- 
ticiará su esposo, yambos bien pronto se 
vieron confundidos en un solo y estrechísi- 
mo abrazo del padréTeliz. 

La bendición de Dios flotará siempre so- 
bre escenas como esta, porque la unión de 
la familia, sus santos lazos, y sus sagrados 
afectos, son bienes que Dios santificó con su 
divina sangre, y al confiarlos al hombre hizo 
en él un depósito sacratísimo del cual no 
puede desligarse sin que atraiga sobre su 
cabeza la maldición eterna. 




198 



LOLA LARROSA DE ANSALDO 



Y 

pROVJÜZtíCJA-' ÜZtíÜJTA SZAS-' 

Ya se levantaba Marcos, convaleciente de 
sus heridas. 

Doña Carmen tuvo por mejor remed o la 
reconciliación de Marcos con sus hijos, y 
ya iba también á dejar el lecho. 

Ya era innecesaria la presencia de Blanca 
pero Alicia había encontrado mil pretextos 
para retardar su partida. 

Dejemos por ahora á Marcos y su familia 
puesto que ya son felices, y acudamos pre- 
surosos á la bohardilla de Henry y Liceta. 

¡Infelices! 

Henry ha pensado implorar el auxilio de 
la caridad en la vía pública, pero, al ir á 
extender su mano, sus labios han enmude- 
cido y su brazo báse negado á extenderse en 
ademán de pedir. La vergüenza ha teñido su 
frente de púrpura, y al tornar á su mísera 
vivienda, con desesperación se reprocha esta 
debilidad criminal; el recuerdo de su mu- 
jer enferma vuelve á impulsarlo á la calle, 




LOS ESPOSOS 



199 



pero, la dignidad de la miseria sujétale 
nuevamente, enclavándole cuando más de- 
seara llevar un socorro á su pobre compa- 
ñera. 

Un día, Liceta amanece más dolorida que 
nunca, pasa así todo el día y su mal va cre- 
ciendo y creciendo. 

Henry comprende que se acerca el terri- 
ble momento, y como en los grandes dolo- 
res, siéntese con valor, revístese de entere- 
za y prodiga á su Liceta frases de aliento y 
de consuelo. 

Llega la noche, noche horrible, sin nom- 
bre, tremenda en aquella mísera vivienda. 

Los primeros síntomas del parto se pre- 
sentan, y después de esto sigue algo incon- 
cebible, terrible, excepcional . 

Allí, en las sombras, entre gemidos, sin 
abrigo, sin alimento, sin auxilios, la infeliz 
mujer da á luz tres hijos (1) que «al nacer 
no vieron, como todos los mortales, la luz, 
y empezaron el áspero camino de esta vida 
entre oleadas de sombras y encogimientos 
de miseria». 

Henry sintió sobre si todo el peso tre- 
mendo de aquella situación horrorosa, y 



(i) Histórico. 




200 



LOLA LARROSA DE ANSALDO 



enloquecido, depositando sus lágrimas y sus 
besos sóbrela cabeza de aquella mujer que- 
rida y aquellos hijos pedazos de su ser, se 
lanzó á la calle exhalando el grito amarguí- 
simo de su dolor. 



Blanca, después de despedirse de la fa- 
milia de Marcos, se disponía abajarlas es- 
caleras, cuando creyó oir gemidos. Volvió 
atrás, y como más de una vez había visto 
subir á la bohardilla, una mujer que cami- 
naba penosamente, y al parecer en el mayor 
estado de pobreza, no vaciló en trepar rá- 
pidamente la escalera que conducía á la bo- 
hardilla. 

Llegó, y efectivamente oyó gemidos. La 
oscuridad era absoluta. 

Encendió un fosforo, y al ir á penetrará 
la bohardilia un hombre salió, como huyen- 
do, mientras exclamaba: 

— Dios mío! Dios mío! ¡Qué horror! 

La luz del fósforo iluminó el semblante 
del hombre que no tardó en desaparecer 
escaleras abajo. 

La sorpresa hizo escapar el fósforo de 
manos deBJanea. 

— Si no me engaño — murmuró— ese hom- 




LOS ESPOSOS 



20 L 



bre que acaba de salir de aquí es D. Manuel 
Nélter. jGaso másestraño! 

Y encendiendo otro fósforo penetró en la 
bohardilla. 

¡Tremendo cuadro! 

La infeliz Liceta yacía en un rincón, y te- 
nía envueltos entre su raído vestido y man- 
to á sus tres hijos que lloraban, confundien- 
do su llanto con los quejidos de la infeliz 
madre. 

Blanca rompió á llorar y se precipitó ha- 
cia la infeliz exclamando: 

— ¡Pobrecita mujer! ¡¡Pobrecitat! 

Pero su exclamación tornóse en grito tre- 
mendo, imposible de describir. 

¡Había reconocido á Liceta! 

Arrodillóse junto á ella, besóla mil veces, 
la estrechó contra su pecho, queriendo tras- 
mitirle su calor, mientras Liceta defallecida, 
no podía corresponder á los cariños de su 
amiga, y murmuraba débiles y desacordes 
frases. 

No había momento que perder. 

Blanca pensó en correr al quinto piso, 
pero antes echó de ver junto ó Liceta una 
cortera. 

Encendía fósforo, tras fósforo. 




202 



LOLA LAftFtOSA DÉ ANSALbO 



Alzó la cartera y rápidamente vió que con- 
tenía una regular suma de dinero. 

— Esto lo ha dejado don Manuel — pensó 
Blanca — iSiempre fué un alma noble! 

¡Cuán engañada estaba! 

Dejó la cartera y corrió á la casa de Alicia. 

Enterada ésta y todos, de lo que ocurría en 
la bohardilla, subieron precipitadamente, 
llevando colchones y mantas para la mísera 
madre y los no menos míseros niños. 

No tardó en correr la voz por toda la casa. 

Cuando el esposo volvió á poco, encontró 
su humilde bohardilla llena de luz, y varias 
personas, que, con la mayor solicitud aten- 
dian á los desgraciados. 

Liceta, ya acostada sobre mullidos colcho- 
nes, y los niños vestidos, habían cesado de 
llorar alimentados por algunas piadosas ve- 
cinas. 

Henry se precipitó hacia su esposa, y ésta 
al sentir su voz, rompió en amarguísimo 
llanto sujetando á su esposo entre sus brazos. 

Pero joh. Dios mío! Aún le estaba reser- 
vado á Henry otro agudo dolor, con el ex- 
tremecimiento de horror de todos los que 
estaban allí presentes. 

Henry no Jtcrda en convencerse de la cer- 
teza del infortunio que les persigue. 




LOS ESPOSOS 



203 



¡Liceta estaba ciega 1 

«La fuente de sus lágrimas había cegado 
el manantial por donde la luz del día llega- 
ba hasta sus ojos.» 

¡La desgraciada había perdido la luz al 
dársela á los hijos de su alma! 



Penetremos en líTsala principal de un hos- 
pital. 

En el lecho número 4, yace un hombre 
entre gemidos. 

Una hermana de caridad se aproxima á 
él, y trata de calmarle con sus consuelos. 

El enfermo tiene el rostro cubierto con la 
sábana y al oír la voz de la hermana, se 
descubre. 

— ¡Señor Nélter! ¿Vd. aquí? — balbucea la 
hermana, que no es otra que Blanca. 

—Sí, la mano de Dios me ha conducido 
aquí. ¡Alabada sea su divina justicia! 

Nélter estaba desconocido, hondas heridas 
surcaban su rostro, y el infeliz ya no tenía 
piernas, habíanselas amputado el día ante- 
rior, y según opinión de los médicos pocos 
días de vida le quedaban. 

Un enorme vehículo habíale atropellado. 




204 



LOLA LARROSA DE ANSALDO 



pasándole las ruedas por ambas piernas, y 
los caballos habíanle estropeado' el rostro 
bosta el extremo de desfigurárselo. ;Nada 
quedaba del elegante don Manuel Nélter! 

Le recogieron sin sentido de la vía públi- 
ca, é inmediatamente fué trasladado al hos- 
pital, en donde sufrió la horrible opera- 
ción. 

Nélter había ido al viejo mundo por via 
de paseo y con el afán de dar con la huella 
de Liceta. 

Ya vimos cómo la encontró, mas también 
halló el castigo de su maldad! 

Desde el primer momento que recobró el 
sentido reconoció entre otras hermanas á 
Blanca, y este ^incidente aumentó su deses- 
peración, pues siendo ella amiga de Liceta, 
suponíala enterada de su torpe é infame per- 
secución. 

Pero, á poco hablar con la joven, se con- 
venció de la absoluta ignorancia de ésta, y 
una vez más admiró la sublime discreción 
de Liceta. 

— Sé que pocos días de vida me quedan. 
Blanca, soy muy culpable, mucho, muchí- 
simo! 

— V. siempre fué muy bueno, nada malo 
puede reprocharle la conciencia... 




LOS ESPOSOS 



205 



—Oh! calle V., calle V., que sus palabras 
aumentan mi martirio! 

Nélter se cubrió el rostro con las manos 
y un sollozo ronco, ahogado, brotó de su 
oprimido pecho. 

— Valor, hermano! Dios no desampara á 
los arrepentidos. También yo fui culpable 
¡ah! mucho, muchísimo, y en la divina pie- 
dad de Cristo halléjni redención. 

— No, hermana; Dios no puede perdonar- 
me porque he cometido muchas infamias de 
las cuales son víctimas Henry y Liceta! 

Los ojos de Blanca se abrieron grande- 
mente con profundísimo asombro. 

¡Él, haciendo la desgracia de Henry y de 
Liceta! 

¡Por Dios! Aquel hombre deliraba. 

Pero Nélter, que como justa expiación 
quería apurar hasta lo último el amargo cá- 
liz— comenzó á referir á Blanca sus perse- 
cuciones, sus amenazas, y la infamia desús 
propósitos. 

Horrorizada Blanca ocultó varias veces la 
cara entre sus manos, y cuando Nélter ter- 
minó su penoso relato, Blanca, ti émula y 
elevando sus ojos al cielo exclamó. 

— Liceta! Liceta! Cuán sublime eres, y 
cuán digna de que besemos tus plantas! ¡Ay! 




206 



LOLA LARROSA DE ANSALDO 



Tú luchabas, y yo cedía... Yo te contaba mis 
vergonzosos sentimientos, y tú me ocultabas 
los tuyos, nobilísimos, que tan por encima de 
mí te colocaban... Tú, sobre el abismo fatal, 
te has sostenido aferraba á tu esposo como 
la hiedra al robusto tronco, miéntras yo, 
¡mísera! sucumbí deslumbrada por el placer, 
por ese placer bochornoso que no logró ava- 
sallarte, ni aún al borde mismo del más es- 
pantoso de los infortunios! 



Pocos días después, fallecía Nélter, legan- 
do por testamento, toda su inmensa fortuna 
á Liceta y á su digno esposo. 

Blanca fué la portadora de esta última dis- 
posición de don Manuel. 

Lo desgracia inmensa de los esposos ha- 
bía corrido por todo Madrid, y la bohardilla 
que antes ofrecía el cuadro más desconsola- 
dor, veíase ahora invadida de infinitas per- 
sonas, de todas las clases sociales, afanosas 
todas de contribuir con su óbolo. 

¡Bendita sea la caridad! Y dichosos los que 
pueden ejercerla á manos llenas, trocando 
en sonrisas dicha las lágrimas del dolor! 

¿Qué fuera del huérfano desvalido, de la 




LOS ESPOSOS 



207 



dolorida viuda, ó la esposa infeliz, y de tan- 
tos y tantos desventurados séres, si no exis- 
tiera la sublime caridad cristiana? 

Ni la fortuna, ni el poder, ni la gloria, dan 
al alma la dicha que proporciona el ejerci- 
cio de la caridad. No hay nada comparable 
al contento inmenso que siente el corazón, 
cuando por los efectos de nuestra caridad hay 
pan en un hogar, en el que se oían solo gemi- 
dos del hambre, ymásallá, no le falta tra- 
bajo honrado y productivo á la solitaria 
huérfana, y en la vivienda pobre, de la espo- 
sa infeliz, acuden socorros generosísimos 
para ella, para su esposo enfermo y para sus 
tiernos hijitos! 

Conmovida está aún nuestra alma por la 
fiesta interesantísima, que, en honor de la 
virtud, todos los años, en Mayo, el glorioso 
mes de la patria, nos ofrece la digna Sociedad 
de Beneficencia de Buenos Aires. 

jCuán merecedora de alabanzas es esta 
noble corporación, compuesta de damas cul- 
tísimas, que rinden ardiente tributo á les 
sentimientos más levantados del espíritu! 

En cada una de ellas se nos figura ver un 
ángel, y ángeles deben de ser: abandonan 
los abrigados salones, las dulces comodida- 
des, y descienden á los míseros hogares, 




208 



LOLA LARROSA DE ANSALDO 



sufriendo fríos y molestias sin cuento, para 
consolar á los afligidos, vestir al desnudo 
y dar pan al hambriento! 

Oh! vosotras, que sois también madres 
amantísimas, sabed que de ios bienes que 
derramáis, brotan dichas inmensas para 
vuestros hijos, porque de las semillas que 
sembréis nacerá una planta hermosísima 
que llegará hasta el cielo.... ¡Dios se en- 
carga de repartir sus benditos frutos! 

Y puesto que de caridad hablamos, impo- 
sible que olvidemos de mencionará las con- 
ferencias de San Vicente de Paul. 

¡Benditas sean! 

Modestísimas, sin ruido, sin ostentación 
son la verdadera providencia de los hogares 
infelices. 

Pobre es nuestra pluma para consagrar á 
las conferencias de San Vicente de Paul, 
todas las alabanzas á que son acreedoras 
por su caridad dulcísimamente cristiana. 

Quisiéramos dar á estas líneas el más 
simpático colorido. Pero ¡ay! cuando el co- 
razón sufre enorme infortunio, parece que 
hasta la mente se paraliza, y vanos son 
los esfuerzos de la voluntad para expre- 
sar con verdad las íntimas sensaciones del 
alma... 




LOS ESPOSOS 



209 



Perdona, pues, lector, si nuestra pluma 
desfallece y avanza sin bríos.... 

Pero, permítasenos, como un homenage 
á las conferencias de San Vicente de Paul, 
transcribir algunos párrafos de un artículo, 
recientemente publicado en «La Nación», 
suscrito por las iniciales: S. O. 

«San Vicente de Paul es uno de los sontos 
más simpáticos y queridos, venerado desde 
el palacio del rico bosta el casuclio del pobre. 

«¿Por qué este raro fenómeno en este tiem- 
po de indiferencia religiosa? Es que su prin- 
cipal obra ha sido en favor de la pobreza, 
que tiene el privilegio de sucederse de siglo 
á siglo por ser, según opinión de un filóso- 
fo, el elemento más demostrativo de la bon- 
dad de Dios. 

«San Vicente de Paul fué pobre también; 
al principio de su vida apacentaba cerdos, y 
quizá el haber conocido de cerco lo que era 
la pobreza, haya contribuido á que él fuera 
más tarde el verdadero apóstol de la cari- 
dad, no solo en su nación, que franceses y 
españoles la disputan con singular tesón, 
sinó también en todo el mundo civilizado. 

«El principal empeño de ese venerable 
santo, aparte de su ministerio sacerdotal, 
fué el de aliviar las necesidades délos po- 




210 



Lola larrosá de ansaldó 



bres, buscando preferentemente á los más 
menesterosos y desgraciados. Sufe principa- 
les obras fueron, la fundación de la congre- 
gación de la Misión, de las hermanas de 
caridad, de la obra dedos niños expósitos, 
y las conferencias, que tienen su origen en 
la especial protección que San Vicente de 
Paul dispensó á los emigrados loreneses 
que se habían trasladado á París. 

«Para ellos especialmente estableció una 
sociedad de láicos caritativos, cuya direc- 
ción dio al barón de Renty, y de la cual 
en nuestros días lian tomado modelo esas 
conferencias que en corto tiempo se han 
hecho tan numerosas y populares que su 
solo nombre es su más acabado elogio. 

«¿Quién no tiene conocimiento en nuestra 
república de la existencia de las conferen- 
cias de San Vicente de Paul? Ellas func'o- 
nan en Buenos Aires, como en todos las 
parroquias de la capital y en las principales 
provincias. 

«Las obligaciones de los asociados á esta 
gran obra caritativa pueden compendiarse 
así: observar una vida cristiana, ayudándo- 
se mutuamente con sus ejemplos y buenos 
consejos; visitará los pobres en sus casas, 
llevarles socarros en especie y consolarles 




LOS ESPOSOS 



211 



piadosamente; aplicarse á la instrucción ele- 
mental y cristiana de los niños pobres, li- 
bres ó presos; repartir libros morales y re- 
ligiosos, y dedicarse á toda clase de obras 
de caridad, á fin de arbitrar recursos. 

a El mecanismo interno de las conferen- 
cias es digno de conocerse. En todas las 
reuniones que se celebran semanalmente, 
previa la oración de práctica, se toma en 
consideración las solicitudes de las familias 
pobres. Se nombra siempre una comisión 
para que se cerciore de la verdad de los 
datos recibidos; y una vez comprobados és- 
tos, y admitida la familia bajo la protección 
de la conferencia, dos personas se encargan 
de visitar á aquella en su propio domici- 
lio, llevándole semanalmente vales, para 
que con ellos pueda adquirir la cantidad de 
pan y carne fijada por la conferencia. Por 
lo general se atiende con preferencia á las 
viudas con liijos menores, ó á aquellas fa- 
milias cuyos miembros principales estén 
enfermos. No solo se les facilita pan y car- 
ne, sino también ropa, medicamentos y to- 
dos aquellos artículos de primera necesidad; 
encargándose asi mismo las conferencias 
de colocar á los niños en los diferentes co- 
legios, para que reciban allí la necesaria 




212 



LOLA I. ARROSA DE ANSALDO 



instrucción. En caso de muerte de alguno 
de los socorridos, toman á su cargo los 
gastos de entierro. 

«Es digno de verse la solicitud con que 
nuestras principales damas, que forman 
parte de las conferencias de San Vicente, 
visitan á los enfermos en los hospitales, 
distribuyen socorros materiales y morales á 
los presos, arrancan de las garras del vicio 
á tantos desgraciadas que viven solo de la 
concupiscencia carnal, impiden que muchas 
personas vivan en concubinato, acompañan 
ñ los moribundos en sus postreros momen- 
tos, terminando la bella obra de socorro á 
los pobres, con los sufragios en favor de los 
fallecidos. 

«Las conferencias de Sun Vicente de 
Paul, tanto de señoras como de caballeros, 
solicitan el auxilio divino por medio de las 
comuniones que en corporación hacen pe- 
riódicamente, dando así muestras de su re- 
ligiosidad. Las obras que se someten á la 
protección de Dios, está escrito que deben 
prosperar; las conferencias de San Vicente 
de Paul realizan sus obras bajo esa pro- 
tección, y por ello pueden ensanchar cada 
día su esfen^de acción. 

«La República Argentina debe un espe- 




LOS ESPOSOS 



213 



cial reconocimiento á las conferencias de 
San Vicente de Paul, porque ellas, sin rui- 
do, sin ostentación, prestan su socorro á 
muchísimas familias, que se verían hoy día 
reducidas á la última miseria, ó quizá entre- 
gadas en las garras del vicio, á no haber 
sido la solicitud de los socios de las confe- 
rencias. Podemos demostrar nuestro agra- 
decimiento y aplauso cooperando eficazmen- 
te al sostenimiento-4e esa gran obra cuy 3 
lema es: caridad, abnegación y sacrificio.» 

Oh! vosotras, las que recibís los benefi- 
cios de las santas conferencias, rogad siem- 
pre al Todopoderoso por que derrame sobre 
ellas su divina gracia! 

No de otra manera podréis retribuir tales 
y tan inmensos favores. 



Un conocido publicista español en uno de 
los periódicos de gran circulación de Ma- 
drid, se apresuró á pintar el drama de la 
bohardilla, y. después de referir la terrible 
escena del triple alumbramiento, añadía: 
«Hoy, la bohardilla antes llena de oscuri- 
dad y de miseria, se inunda con la luz de la 
caridad que sube los empinados escalones de 
la casa para llevar alimento á la mujer y 
á las tres criaturas, aunque no la vida para 




214 



LOLA LAR POSA DE ANSALDO 



sus ojos muertos. La reina regente, pronta 
siempre á remediar estas grandés desdichas 
que burbujean en las entrañas del pueblo, 
mandó al día siguiente ropas para los re- 
cién nacidos y gallinas en abundancia para 
la madre. 

«Una dama de la aristocracia, cuyo nom- 
bre se oculta en el gratísimo velo del miste- 
rio, envió su médico, el cual reconoció los 
ojos de aquella desdichada y ha respondido 
de su curación en plazo no muy lejano. Des- 
de la modestísima moneda de diez céntimos 
del vecino pobre, hasta el centen de oro del 
poderoso han caído sobre la inmensa des- 
dicha de la calle de García de Paredes, y toda 
clase de beneficios. 

«Entre la pobre mujer de la bohardilla que 
parece abandonado, no solamente de los 
hombres, sinó hasta de la Providencia, y 
Adelina Patti cantando en el teatro de la 
Zarzuela á la misma hora en que aquella 
daba ó luz, ó mejor dicho á la sombra tres 
criaturas humanas, y ganando lo diva 50.000 
reales en menos de tres horas, hay un abis- 
mo que asusta y una desigualdad que ate- 
rra; pero desigualdad que no puede acha- 
carse al hombre y sí exclusivamente á la 
condición del sér humano, que ha sido, es 




Los Esposos 



215 



y será así, á pesar de todos los remedios 
que para curar estas diferencias den los 
doctores en ciencias imposibles.» 

Y el que así hablaba, ignoraba la lucha 
que por varios años había sostenido la vir- 
tud de aquella mujer ejemplar, víctima del 
más horroroso infortunio. 

El triunfo de la virtud es perfume que 
solo debe esparcirse en el santuario del ho- 
gar, para que no lo profane el soplo impuro 
de la sociedad. 




216 



LOLA LARROSA DE ANSALDO 



EPILOGO 

Tan hermoso es el sol de América, que 
al influjo suave de sus rayos, las flores os- 
téntense henchidas de vida y de perfume, y 
los frutos rasgan su propia corteza incapa- 
ces de contener dentro de su vestidura la ri- 
queza sabrosísima con que natura los dotó. 

A tres leguas deBrisamar, en un paraje 
deliciosísimo denominado con el nombre de 
«Providencia», alzábase un elegante edifi- 
cio, habitado por un matrimonio con dos 
niños. 

La caso, compuesta tan solo de un piso, 
daba paso al aire puro de los campos y 
al vivificante sol, que todo lo embellece. 

Rodeaba el edificio un hermosísimo jar- 
dín en el cual no se veían las alineadas 
calles, ni los cuadros vistosos de la moderna 
jardinería; sin la mano de este arto, aquel 
conservaba todo su encanto. Era un monte 
florido, en graciosísima confusión, como un 
manojo de fjores reunidas sin orden, ofre- 




LOS ESPOSOS 



217 



ciendo la belleza de sus mil variados colo- 
res y caprichosísimas y elegantes formas. 

El exuberante suelo uruguayo prestábale 
la savia de sus riquezas, y varios hilos de 
clarísima agua trazaban plateados surcos por 
entre la mullida alfombra de césped sirvien- 
do de base á la más encantadora profusión 
de plantas y arbustos sobrecargados de 
flores. 

Por entre el verde— follaje corrían dos ni- 
ños hermosísimos, al parecer mellizos, por 
su asombrosa semejanza é igual estatura; 
tendrían á lo sumo de tres á cuatro años y 
en su jerga infantil, charlaban como gorjean 
los pájaros, con armonías de notas inimita- 
bles. 

Una mujer, joven y hermosa descendió de 
la casa blandamente apoyada en el brazo de 
un hombre, joven también, pero encanecido 
prematuramente. 

En el rostro de ella brillaba la dulce calma 
de un corazón feliz. 

Extendiéronse sus miradas por el jardín 
y sus ojos se detuvieron con arrobamiento 
en los niños que jugaban, mientras su acom- 
pañante moduló esta tierna frase. 

— ¡Queridísimos hijos! Parecéis dos que- 
rubes revoloteando entre las flores! 




218 



LOLA LARROSA DE ANSALÜO 



Los niños corrieron á su encuentro y con 
extremos de cariño se colgaron del cuello 
de sus padres, exclamando: 

— ¡Papá! ¡Mamá! 

El murmullo de los besos y la alegría de 
todos, aumentó la poesía de aquella precio- 
sísima mañana. 

Los niños volvieron á sus juegos, mientras 
los padres sentáronse bajo un frondoso ár- 
bol, contemplando desde allí la alegría de 
sus hijos. 

— Henry! — murmuró ella — ¡Mira nuestros 
hijos! 

— Liceta! — repuso él Mis ojos se anublan 
en llanto al contemplar á nuestros hijos y 
al mirarte á tí, mujer querida, á tí con la 
luz del cielo en tus ojos y resplandores de 
dicha en tu frente! 

¡Bendito sea Dios, que quiso permitir que 
te mirases en los ojos de tus hijos y en los 
de tu esposo! 

—Bendito, sí, una y mil veces que no me 
privó por siempre de la luz. ¿Qué habría 
sido de mí sin la dicha de veros, queridos 
séres de mi alma? 

Los esposos elevaron al cielo una larga 
mirada de gratitud, y tras ella, Henry ex- 
clamó: ^ 




LOS ESPOSÓS 



219 



— Tan feliz me siento que hasta miedo me 
causa mi dicha. 

— Ahí el sufrimiento deja siempre en el 
alma ráfagas de melancolía. Pero ya brilla 
sereno el sol. La tempestad fué cruda pero 
pasó y tras ella el cielo nos muestra su lim- 
pidez azul. 

— Sí, hija, sí, y la'gloriade la jornada fué 
toda para tí. Qué hermosa, y qué sublime te 
ofreces ámi vista, luchando tenazmente hasta 
librar de las garras del mal el tesoro in- 
menso de tu virtud, que luego será la he- 
rencia mejor de tus hijos, como hoy es la 
ventura y el orgullo de tu esposo! 

Y extrechando ardientemente entre sus 
brazos a su esposa, Henry continuó: 

— Perdimos uno de nuestros niños, pero 
la benignidad del clima ha robustecido es- 
tos otros dos. Cuan escasas nos parecerán 
nuestras horas para consagrarlas á ellos 
por completo! 

— Impenetrables designios de la suerte! 
¿Cuál de nosotros hubiera pensado que un 
día habríamos de volver á este rincón que 
tan diversos recuerdos encierra, y que más 
tarde las risas de nuestros hijos habían de 
confundirse con el tierno canto de las ave- 
cillas, testigosun día de nuestros amores! 




220 



LOLA LARROSA DE ANSALDO 



Seis años hace que en este mismo paraje 
derramábamos amargas lágrimas, comen- 
zando entonces el calvario de nuestros sufri- 
mientos... 

¡Dios sea loado! Hoy también vertemos 
lágrimas en el mismo sitio, pero, cuán dis- 
tintas unas de otras! 

— ¡Nuestros hijos! Qué inmensos son los 
sentimientos de amor y ternura que rebosan 
en el pecho con solo contemplar sus cabe- 
citas! Míralos Liceta, la brisa agita sus ca- 
bellos sedosos; la pureza de su tez solo S2 
compara ála azucena: sus ojos, ¡qué hermo- 
sos son! tienen luces del cielo, ¡hijos de mi 
alma, benditos seáis! 

Escucho, esposa mía; en la serenidad de 
esta existencia sencilla vemos ambos col- 
mados nuestros anhelos, y tú amada mía, 
recibes el premio de tus virtudes purísimas. 

— Sintiendo en torno á los hijos de nues- 
tro amor, y con mi frente apoyada sobre tu 
pecho, ¿que mayor dicha para mi corazón 
de esposa y de madre? 

¡Bendito sea el matrimonio, sacratísimo 
santuario donde se encierra la esencia in- 
mortal de la fe y del amor castísimo de dos 
séres que forman una sola alma! 






LOS ESPOSOS 



221 



CARTA DE ALICIA Á LICETA ^ 

Amiga querida: Ya estamos instalados en 
la casita de campo que mi esposo adquirió 
á orillas de un precioso lago. 

La casa, de arquitectura elegantísima, 
compuesta de dos pisos, está situada en 
una eminencia del terreno que domina al 
lago, distante unos— cien metros del edi- 
iicio. 

A la derecha de la caso se extiende una lar- 
ga calle de avellanos, y á la izquierda otra 
igual de almendros. Allá abajo tenemos un 
establo, donde se guarece la vaca que todos 
los días nos dá su sabrosísima leche. 

El terreno es muy accidentado; aquí hay 
una colina pintoresca, allí un llano de flo- 
res y de alegre verdura, más allá un bos- 
quecillo encantador por su sombra grata y 
fresca, \ así sucesisamente, entre una y 
otra delicia está formado el eden que hoy es 
nuestra morada. 

Por las mañanas, cuando sentimos el can- 
to de los labradores, y el alegre campanilleo 
de los bueyes de labranza, y el franco char- 
lar de las mujeres, ya estamos de pié de- 
seando respirar el aire purísimo de 1a maña- 




222 LOLA Larrosa bÉ aKsaLdó 



na, y lanzarnos también al campo á corre- 
tear por los alrededores, gozando con la 
alegría de todos. 

Desde la eminencia donde está situada 
nuestra casa, se descubre á lo lejos una 
aldea más inmediata, y vemos blanquear el 
campanario de la iglesia y oímos sonar la 
campana que, como dulce compañera, nos 
llama á orar para dar gracias al divino Au- 
tor de todas aquellas bellezas de la natura- 
leza. 

Descendemos, y Jorge y yo, provistos de 
una cesta; nos dirijimos al lago, donde nos 
espera una pequeña embarcación que mi es- 
poso dirije. Mientras tanto mi padre llevando 
en brazos á nuestra hijita, recorre las orillas 
del lago esperando nuestra vuelta, mientras 
nuestra abuela sentada en un sillón, nos 
sigue con la mirada desJe la casa. 

Rápidos, llegamos al lado opuesto, salta- 
mos á tierra, y apoyada en el brazo de mi 
esposo, nos internamosen el bosque en bus- 
ca de una choza que visitamos todas las ma- 
ñanas. 

Se oye el alegre ladrido de un perro, que 
nos sale á recibir dando muestras de conten- 
to con sus saltos y caricias, y seguidos del 
tiel animal, pegamos hasta la choza. 




Uno niña de dieciocho primaveras está sen- 
tada junto á la puerta y al vernos se pone de 
pié, adelantándose á recibirnos. Esta mu- 
chacha es una preciosa flor de los campos 
que vive en un unión de su pobre abuelita, 
tullida desde hace algunos años. La miseria 
de estas infelices nos conmueve, y por esto 
mi esposo y yo, vamos todas las mañanas á 
llevarles provisiones. Al principio, preten- 
dimos llevárnoslas ccmnosotros, pero opúso- 
se la ainciana tenazmente. Los muchos años 
son como los pocos: caprichosos; no hubo, 
pues, más remedio que ceder. 

Tornamos á nuestra casa, y antes de lle- 
gar á la orilla, ya nuestra hijita ríe de con- 
tento, y nos extiende los brazos, dando pe- 
queños gritos de alegría. Mi padre la levanta 
en el aire, la agita, y como un pajarillo, nues- 
tra nena bate sus manitas como dos alitas, y 
no cesa su loca alegría hasta que no se ve en- 
tre nuestros brazos, y nos la comemos ma- 
terialmente á. besos. 

Por las tardes, cuando el sol declina y mi 
padre apoyado en el brazo de Jorge vuelve 
del paseo diario, hallan la mesa puesta bajo 
el emparrado que sombrea todo el frente de 
la casa. 

Brilla el mantel por su blancura y los 




224 



LOLA LARROSA DE ANSALDO 



cristales por su limpieza, y las flores colo- 
cadas en jarros de loza sobre l,a mesa, es- 
parcen su aroma y la presencia de mi hijita 
sobre las rodillas de su abuela, completa el 
cuadro de felicidad doméstica que arroba mi 
espíritu, haciendo elevar mis ojos al cielo 
en actitud de gracias infinitas y ardientes. 

Mi padre se ha reconciliado con las cos- 
tumbres que él tanto odiaba. 

Mi esposo se esforzó en rodearlo de como- 
didades, y hoy mi queridísimo viejecito, no 
puede pasar sin su paseo matinal en un lan- 
do de su propiedad, regalo de Jorge; esto para 
los días no buenos, que cuando el tiempo se 
muestra expléndido, el paseo lo hace á pié 
con su señor hijo político. 

También mi esposo ha regalado á nuestro 
querido padre, una riquísima escopeta para 
cazar, y con ella pasa momentos deliciosos. 
También su petaca está siempre provista de 
ricos habanos, y por último con la buena 
mesa y el buen vino, mi padre está cada 
día másjoven y más ágil. 

Y cuando yo me río, recordándole sus 
ideas de otros tiempos, responde riendo tam- 
bién: 

— Hija mía: si hay pecado porque yo me 
haya aficionado á esta vida de halago, la 




LOS ESPOSOS 



225 



tentadora fuiste tú; tuya, pues, es la culpa 
y carga con la penitencial 

Y al decir esto echa en mis brazos á mi 
hijita para quitármela enseguida. 

jCuán feliz se siente mi podre, reflejando 
la dicha nuestral 

Tiene él también sus secretos goces: todas 
las semanas lleva sus ahorros, que no son 
escasos, á la iglesia de la aletea vecina, y se 
los entrega á su excelente párroco, un ancia- 
no venerable, un verdadero pastor de Cristo 
que reparte entre los necesitados del pueblo 
los beneficios de la sonta caridad. 

Cuando algunas tardes veo volver á nues- 
tra casa á mi padre en unión del buen cura 
ya se que los pobres de la aldea están de 
parabienes, y mi corazón se alegro, porque 
mi esposo, y yo también, tomamos parte en 
aquella grata tarea, y entonces reflexiono: 

— Cuantos bienes esparsa yo sobre la tie- 
rra, serán otras tontas gracias y bendiciones 
que Dios derramará sobre la frente de mi 
Carmencito. 

¡Mi hijital ¡Mi Carmen! Qué hermosísima 
flor es del jardín de nuestros amores! 

¡Cuán infinito es el amor que nos inspira 
nuestra hija! 

Ayer he llorado mucho leyendo á Edmundo 




226 LOLA LARROSA DE ANSALDO 

de Amicis. No quiero queVd. deje también 
de oirlo, porque unirá sus lágrimas á las 
míos extremecida de ternura ante las pala- 
bras dulcísimas del padre enamorado de su 
hijo. 

B Dice así: «Yo no sé si todos los padres ve- 
rán en sus hijos lo que yo veo en el mío de 
tres años: sé que mientras lo contemplo, 
admiro la infinita amabilidad déla infancia 
que me parece una compensación dada por 
Dios á la ansiedad yá los cuidados que nos 
cuestan. Tienen movimientos de cabeza, ex- 
presiones de estupor, relámpagos de son- 
risos, gestos fugitivos, caricias, coqueterías, 
monadas inexplicables que me arrancan un 
grito de amor siempre. 

— ¡No me provoques! le digo algunas ve- 
ces. Y en esta gracia encantadora de ges- 
tos y actitudes hallo una variedad inmensa, 
una transfiguración continua, una sorpresa 
a cada instante. 

Es extraño lo que pienso hoy por la prime- 
ra vez: ¡esta corita, esto voccsita, esta gra- 
cia angelical, que alegra ahora mi vida, den- 
tro de algunos años no existirá yol 

Cada día que pasa me roba alguna cosa 
de este niño. Dentro de algunos años tendrá 
otra cara, frablará con otra voz, gesticulará 




LOS ESPOSOS 



227 



de otra manera, y de la criatura de hoy no 
me quedará sinó algún retrato y algunas 
reminiscencias. Este cuerpecito no es más 
que una íigura que pasa delante de mí y que 
debe des* anecerse. 

Será irracional: ¡pero es un pensamiento 
que me entristece! 

No comprendo ahora cómo he podido vivir 
tanto tiempo y ser casi feliz en una casa tran- 
quila; donde no Imbia jamás una silla fuera 
de »u sitio; donde no se tropezaba con un 
juguete; donde no se hic eron en la vida pa- 
jaritos de papel; donde no había sinó camas 
enormes; donde no se oían nunca más que 
pasos lentos y graves; donde no se escucha- 
lía otra cosa que voces tranquilas diciendo 
cosas razonables sin faltas gramaticales... 

Con frecuencia al verlo tan bien vestido y 
alimentado, con un montón de bagatelas de- 
lante, digo pora mí: 

¿Y si un revés de la fortúname redujesen 
no tratarlo.de ese'modo? Toda mi sangre se 
revuelve violentamente á esta idea, y al mis- 
mo tiempo se levanta mi frente y mi olma se 
agiganta. 

¡Ah no sera jamás, niño míol ¡Aunque 
tuviese que comprar cada uno de tus jugue- 
tes con una noche de trabajo, descontar ca- 




228 



LOLA LARROSA DE ANSALDO 



da vestido nuevo con una arruga de mi fren- 
te, pagar cada día de felicidad con un me- 
chón de cabellos blanccs, conservar el color- 
rosado de tu rostro con la tortura de mi ce- 
rebro y de mis huesos! 

,Qué me importaría que la gente riese de 
mí cora descarnada y de mi vestido roto! 
Te llevaría á pasear conmigo ó cualquier 
parte solitaria del campo y me sentaría á 
la puesta del sol oprimiendo tucabecita con- 
tra mí pecho. 

¡Ah, notemos! Entre tú y la pobreza es- 
tán mis treinta años, mi voluntad indómita 
y la fuerza desmesurada de mi cariño.» 

Dios mío! cuánta ternura, querida Lice- 
ta, y qué bien habla nuestro corazón por 
boca de ese amorosísimo padre! 

¡ : lijos del alma! ¡Que Dios, en su infinita 
bondad, aparte de vuestras cabezas todos les 
peligros vos aleje de todos los tormentos! 

Liceta, ¿y sus dos preciosísimos querubes, 
Enriquito y Matildita? ¡Cuánto deseo ver- 
los! Pero Vd. nos enviará sus retratos, y 
aún cuando no pueda estampar millones de 
besos en sus caritas frescas y rosadas, ten- 
dré el placer de besar sus imágenes, y ense- 
ñarle á mi niña á que lósame y vea en ellos 
sus más tierras amiguitcs. 




LOS ESPOSOS 



229 



No pierdo la esperanza de que algún día 
puede hacerle una visita. 

¡Qué dicha fuera realizar este deseo! 

Siempre tuve anhelo de conocer la her- 
mosísima América. Me encanta el relato de 
su poesía y desús infinita- lozanas riquezas. 

Paréceme ya ver correr sus cristalinos 
arroyos, sentir la fresca sombra que proyec- 
tan su gigantescos árboles, y creo ya espe- 
rimentar vaga y deliciosa sensación al sen- 
tirme envuelta en esa atmósfera sobrecar- 
gada de aromas, mezcla riquísima de flores 
y de frutos, que. al ser calentados por el sol 
despiden, á modo de incienso, perfumes que 
no sólo inundan los bosques deleitando el 
corazón, si que también deben subir harta el 
cielo! 

Antes de marcharnos al campo, tuvimos 
un pesar muy grande, que aún no puedo 
desechar de mi pecho. 

¡Blanca ha muerto! ¡Y con cuanta evan- 
gélica resignación! 

Nos liiso llamar en su últimos momentos, 
y la pobrecita, después de pedirnos perdón, 
¡perdón! ¿de qué, si en nada nos había daña- 
do?- espiró murmurando esta frase: 

— ¡Señor! ¡Señor! Recíbeme en tu seno 
como recibirás el alma pura de Liceta. 




230 



LOLA LARROSA DE ANSALDO 



Mucho ha debido querer á V. la infeliz 
Blanca, cuando en sus últimas palabras la 
recordó tan íntimamente. 

Mi esposo trata por todos los medios posi- 
bles, de distraerme de la pena que siento por 
la muerte de la pobre Blanca. 

Si fue culpable ¡Dios la haya perdonado! 

Liceta: V. tiene un esposo muy bueno, muy 
digno. Yo también tengo la dicha de que 
mi marido sea tan amante como noble. 

Veo siempre reflejada en su mirada, el an- 
helo de su olma por mi constante felicidad. 

Mi buena abuela no cesa de repetirme: 

— Las plegarias délas madres santas, co- 
mo la tuya, elevándose constantemente al 
trono de Dios, cual sagrado incienso, implo- 
ran siempre la dicha de sus hi jos, y es de allí 
que emanan todas las venturas de la tierra. 

Liceta! Vd. que tanto ha sufrido, que tan- 
tísimas lágrimas ha vertido, y que al borde 
del precipicio le han sostenido sus olas de 
ángel, es porque la madre queridísima de 
su alma, siempre implorando, ha consegui- 
do el premio que el cielo destina ála mujer 
casta, á la esposa fiel. 

¡Benditas las oraciones délas madres, que 
sostienen á los hijos en los vacilantes pasos 
de la vida. — Atfícia. 




INDICE 



Página 



Dedicatoria 3 

Agradecimiento á mis lectores 5 

Dos PALABRAS SOBRE LA AUTORA 7 

PRIIVPERA PARTE 

I-Presagios de un drnmn 17 

II— La virtud y el pecado 31 

III— Paloma y Gavilán 56 

IV— Luchas 65 

V— Presentimientos 80 

VI— ¡Infeliz Licetal 91 

VII— ¡Vive! loo 

VIII— ¡Irrisión!; 118 

SEGUNDA PARTE 

I— Lago sereno 127 

II— Amor 140 

III— Infortunio 155 

IV— El dedo de Dios 176 

V — ¡Providencia, bendita seas! 198 

Epilogo 216 




SIN IGUAL 



LA EQUITATIVA posee un sobrante 
mayor, realiza mayor cantidad de negocios 
nuevos al año, y tiene una suma de segu- 
ros en vigencia mayor que cualquiera otra 
Compañía del mundo. 

Su última forma de póliza es sin restric- 
ción después de un año; indisputable des- 
pués de dos años; y no caducable después 
de tres años. 





¿QUIEN LLEVA EL RIESGO? 

Al tener presente las probabilidades que 
tiene usted de ser uno de tantos que pueda 
no sobrevivir el próximo año 

DETÉNGASE A PENSAR 
lo suficiente para convencerse quien corre 
con el riesgo. No es usted sino su familia 
la que sufriría la pérdida. ¿No es mejor, 
pues, hacer que LA EQUITATIVA asuma 
el riesgo, que dejar este gravamen á su 
señora esposa? 

El sistema Tontino Libérrimo (de acu- 
mulación) de LA EQUITATIVA combina 
protección, en caso de muerte, con prove- 
cho, en caso de supervivencia. 




LA equitativa 

Sociedad de Seguros sobre la Vida 
¿QUIENES LA PATROCINAN? 

Los hombres de negocios más sagaces 
creen en el seguro, y los" más ricos y más 
emprendedores tienen grandes pólizas so- 
bre sus vidas. El seguro tiene la aprobación 
del clero y de los moralistas. Se considera 
como un negocio exacto y perfectamente 
sistematizado, rodeado de resguardos, y al 
mismo tiempo como una filantropía noble. 
Es una ayuda para el pobre y una segu- 
ridad para el rico. 




Generalmente las pólizas por cantidades 
considerables se toman como inversión, pe- 
ro la mayoría de las personas aseguran sus 
vidas como resguardo ó para garantirse. 

El seguro contra incendio es un resguar- 
do contra una posibilidad; el seguro sobre 
la vida lo es contra una certeza. Los incen- 
dios pudieran ocurrir, pero la muerte tiene 
que llegar. T odo hombre previsor se prevé 
por ambas conveniencias. 

Presérvese la integridad del hogar, y ase- 
gúrese el confort de su esposa é hijos, por 
todo resguardo razonable para el porvenir. 

Se puede combinar la protección de la 
familia con la previsión para la vejez, en 
las Pólizas Tontinas Libérrimas de LA 
Equitativa. 




PALABRAS 

DE SABIDURÍA 

A LAS ESPOSAS 

No deje usted pasar otro domingo sin 
que la vida de su señor esposo esté asegu- 
rada en La Equitativa. Así todos los 
demás días serán días de reposo para usted. 

La mejor forma de inversión es la pó- 
liza dotal con periodo tontino (de acumula- 
ción) de 20 años. — «Estimula y proteje la 
ambición del joven, fortalece y da valor al 
hombre en sus empresas durante la flor de 
su edad, [y hace segura la vejez cuando 
todo lo demás pudiera faltarle. >